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Los maestros van de capea

Plaza de Ciempozuelos. 26 de febrero. Festival benéfico.Novillos-toros de Atanasio Fernández, mannsos y broncos

Antoñete. Estocada trasera corta, baja y atravesada, dos pinchazos y rueda descarada de peones que tira al novillo (silencio). Estocada (silencio). Estocada trasera perdiendo la muleta (dos orejas). Curro Vázquez. Pinchazo, media y rueda de peones. Pinchazo, estocada corta y cuatro descabellos. Media estocada baja. (Silencio en los tres)

Los artistas preferidos de la afición de Madrid, maestros indiscutibles en opinión de la cátedra de la primera plaza del mundo, se fueron de capea. No de tentadero: de capea. De manera que echaron los trastos al maletero, los sacaron en público al llegar a Ciempozuelos, y allí se pusieron a pegar trapazos, para general bochorno. Fue con ocasión del festival a beneficio de Dionísio Sanz, popular en el mundillo taurino, veterano mozo de espadas que lo fue del maestro Antonio Bienvenida, de otros toreros, y últimamente del exquisito e irregular Curro Vázquez, uno de los que daban capa ayer en público por todo el amplio y agujereado redondel del coso de Ciempozuelos.

Para esa capea había por qué: los toros, que salieron mansurrones, escarbadores, broncos y algunos duros también, a pesar de que les pegaron a modo desde el caballo. Debe entenderse que apenas admitían florituras, y los cálidos efluvios del arte, a los que son tan propicias estas figuras indiscutibles de la cátedra, no tenían adecuado entorno para producirse; luego no se producían. Pero una maestría, al menos una técnica para dar respuesta a la catadura del ganado, sí era menester y tampoco de eso hubo.

Capa, mucha capa; rectificar, trastabillar, apurarse, corretear por la cara del toro, denotar sobresalto, torcer el gesto, tragar saliva, eso hacían los toreros, tanto Antoñete como Curro Vázquez. Son geniales los dos, como sabemos, y por esa genialidad habían convocado a la afición más pura, quintaesencia de la cátedra madrileña, pero el corazón aún no les había cogido ritmo en esta fría alba de la temporada, ni calor el músculo y la técnica de torear aún permanecía en el letargo de la invernada. De forma que había erial donde soñábamos arte y ambos maestros sorteaban como podían las inciertas embestidas.

De Curro Vázquez dos revoleras y un derechazo es cuanto cabe recordar. De Antoñete, un par de redondos, un par de naturales, el de pecho y, naturalmente, los ayudados por bajo arqueando la pierna, pues no en balde es el torero que mejor arquea la pierna entre cuantos hay en activo, que son cientos. Trasmutada al music hall, la pierna de Antoñete no tendría. precio; como la de la Mistinguette.

Hacia el quinto de la tarde, el más serio de los tres, hubo un leve resurgir del torero de Madrid, quizá porque un poquito de tono le había cogido ya el corazón, de calor el músculo, de técnica la mente, lo cual dio pie al antoñetismo para revolverse triunfante entre abrigos y bufandas y reafirmar la grandeza de su causa. Hasta le dieron dos orejas. La verdad es que no era para tanto, ni para una, pero tampoco sería justo ponerle calibres a una faena desigual, defectuosa por los pequeños vicios de citar con la muleta retrasada y abuso de pico, pues al fin y al cabo torería tuvo y devolvió a la contrita afición las ganas de vivir.

Torero eficaz en la tarde fue el peón Martín Recio, espléndido al bregar con el capote; Corbelle se colocaba con conocimiento de causa; Pacorro sufrió un serio revolcón. Son cosas positivas y negativas de la lidia, que dan el merecido protagonismo a los subalternos, pues se fundamentan en su profesionalidad torera. No es bueno, en cambio, que el protagonismo les llegue por su osadía en los callejones, como El Jaro, que se encaró con un espectador que le increpaba.

Se observa que, en este aspecto, determinados subalternos están asumiendo un papel que no les corresponde. En el fondo es porque claudican del suyo los jefes de cuadrilla. Ni loco un maestro de los de antes permitiría que su banderillero armara bronca con el público: lo ponía primero firmes y luego de patitas en la calle. Claro que un maestro de los de antes no se iba de capea ni a un festival en Ciempozuelos. Llevaba su torería con más dignidad que un deán; ¿que digo?, como el mismísimo papa de Roma.

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