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Los tambores de Calanda, Rabal y las hormigas españolas protagonizan el homenaje a Buñuel en París

Sabido es que el homenaje es un plato difícil de preparar y con frecuencia también difícil de digerir. Póstumo o en vida, son pocos los que escapan a ese aburrimiento con matices entre fúnebre y necrófago que casi inevitablemente planea sobre ellos. Felizmente, los dos actos celebrados en el Centro Georges Pompidou en el marco del homenaje dedicado en París a Luis Buñuel sortearon el escollo, con peor o mejor fortuna, gracias a tres presencias: la de los tambores de Calanda, la de Francisco Rabal y la de Buñuel mismo, en el filme Souvenirs surréalistes, realizado por Denis R. Tual en 1977.

Emocionante la llegada de la procesión, acompañada por el ensordecedor sonido de los tambores, a la que el público habitual en Beaubourg (Centro Cultural George Pompidou) a esa hora (eran las cinco en punto de la tarde), se unió espontáneamente entre sorprendido y divertido. Para muchos, ese señor que llevaban en efigie sobre los hombros significaba poco o nada, pero el ritmo de los tambores y la fantástica presencia de las gentes de Calanda que los tocaban fue mucho más que suficiente para convertir el ritual en fiesta, y el centro cultural, en un feria popular.

Hormigas españolas para 'El perro andaluz'

Pero como con harta frecuencia se confunde lo serio con lo aburrido, las mesas redondas (8 y 10 de noviembre) fueron otra cosa. Como en casi todas las de este tipo y como al menos durante el corto espacio de un homenaje todo el mundo es bueno o inteligente, los elogios de tumo, seguidos de los recuerdos personales y las anécdotas conocidas (la mayoría) e inéditas, como la que contó Román Gubern sobre las hormigas que salen de la mano del hombre en El perro andaluz. Resulta que son españolas, porque como las francesas no sabían actuar y son como poco viriles ante la cámara, Buñuel escribió a un amigo de Madrid para que se las enviara. Lo que éste hizo, recibiendo luego una carta de agradecimiento porque las hormigas españolas se habían portado maravillosamente y actuado muy bien.Cuando la cosa parecía deslizarse hacia el terreno de lo visceralmente aburrido, felizmente tomó la palalbra el actor español Francisco Rabal, que salvó magistralmente la situación, contando en un francés más bien personal, pero perfectamente inteligible y con gran cariño (parecía ser el único que además de admirarle le quisiera y lo sintiera todavía corno formando parte del mundo de los vivos), su encuentro con el director aragonés "El estaba buscando para Nazarín un rostro árabe, y como yo soy de Murcia...".

Imitando maravillosamente la inconfundible voz del tío, como quería que le llamara, cuando éste le agradecía el vino de Valdepeñas que Rabal le llevaba, "me lo voy a beber ahora mismo yo solo", o cuando le aclaraba, ante la sorpresa del actor al oírle todos los días hablando solo en su habitación, "me hablo a mí mismo al levantarme, ¿cómo estás Luis, has dormido bien?, si me oigo, todo marcha bien, si no no me oigo...".

El día 10, mismo escenario, diferentes participantes, más recuerdos, más elogios, más anécdotas o puntualizaciones sobre las ya sabidas, como la respuesta de Salvador Dalí a Buñuel cuando tras perder este último su trabajo, al parecer por el libro que el pintor había escrito, en el que decía que el aragonés era un ateo (pecado imperdonable en aquellos Estados Unidos de la posguerra), se encontraron: "Luis, he escrito el libro para hacerme mi propio pedestal, no el tuyo", y terminó en fiesta.

Breton no permitía bromas ni de broma

O la respuesta de la mujer de Buñuel a Victorio de Sicca, cuando al salir de una proyección de Los olvidados, el director italiano le comentó lo dificil que debía ser vivir con una persona tan dura, "sí, es horrible, cuando hay que matar a una araña, me llama a mí".Y una vez más, cuando todo parecía inclinarse hacia el mortal sopor, nos sacó de él una presencia, la de Luis Buñuel en la pantalla, inteligentemente filmado por Denise R. Tual, en una conversación con J. C. Carriére -su guionista habitual-, donde cuenta sus recuerdos de la época surrealista, irónico, divertido, pícaro, inconfundible: su colaboración con Salvador Dalí para la película El perro andaluz, "siempre estábamos de acuerdo, siempre", como la realizó mucho antes de conocer a los surrealistas, "nosotros sólo conocíamos a Dada, en aquella época los surrealistas me parecían una banda de afeminados" (Buñuel siempre ha sido muy español, no cabe duda); sus contactos con Louis Aragón y Man Ray para que la vieran y le dijeran "si era o no surrealista"; sus reuniones en aquel bar del barrio de Montmartre, "lleno de macarras y prostitutas", donde se gestaba la "revolución, porque para nosotros, más que un movimiento artístico o literario, el surrealismo era, sobre todo, una revolución, una batalla contra el viejo mundo", bajo la batuta del "papa-dictador" André Breton, que no permitía las bromas, ni de broma, "el escándalo y la provocación como medio más eficaz que las metralletas". El estreno de L?age d'or en presencia del tout París, aristocrático, intelectual y artístico, saludándose a la entrada, "mua, mua, cómo estás. ¡Oh! ¡Ah!, etcétera" y que salió de estampida, sin decir ni esta boca es mía, espantado.

Su partida hacia Hollywood, con la debida autorización de los "camaradas surrealistas", que le dieron permiso "para llevar el escándalo" a ese emporio del capitalismo cinematográfico y muchas cosas más, mientras bebe vino, fuma, se ríe y "le brilla el ojo", unas veces alegre, otras nostálgico, pero siempre inteligente, agudo y, sobre todo, desmistificador y estimulante, en esta película de Denis R. Tual.

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