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Tribuna
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Discrepancias con García Márquez

Conversé una vez con Jorge Luis Borges, en su departamento de Buenos Aires, y me habló, seguramente por el alcance de nombres, de Joaquín Edwards Bello, el novelista de El roto y de La chica del Crillón. "Sólo recuerdo", me dijo Borges, "el título de su novela, El roto, la portada del libro y el nombre del protagonista, Esmeraldo. Es mucho, ¿no le parece a usted?".Convine en que era mucho. Al final de una vida dedicada a la lectura y a la escritura, es mucho. Soy treinta años más joven que Borges y tengo las lecturas de García Márquez más cerca. Diré lo que recuerdo en este momento, antes de emprender una relectura. Recuerdo ese coronel extraordinario y melancólico, que basa todas sus esperanzas en un gallo de pelea y que espera una carta que no llega nunca, en un puerto fluvial del interior colombiano. Recuerdo un cuento sobre un constructor de jaulas de pájaros, cuento encantador, en el sentido preciso de este adjetivo, y otro, dramático, maestro, que se titula, salvo que me equivoque: En este pueblo no hay ladrones. Recuerdo algunas páginas de Cien años de soledad y la atmósfera colectiva, inquietante, de tragedia griega en un pueblo primitivo de América, que domina en todo el desarrolló de Crónica de una muerte anunciada. Ahí hay un obispo vestido de blanco, que imparte bendiciones desde la cubierta de un barco, pero que no se digna descender, y que recibe los presentes de todos los pobladores. En el mecanismo de la novela, ese obispo es un elemento mítico, semejante al gallo de El coronel no tiene quien le escriba.

Paco Porrúa, entonces director literario de la Editorial Sudamericana, me entregó uno de los primeros ejemplares, en Buenos Aires, en mayo, de 1967, de Cien años de soledad. Me vaticinó que el libro tendría un gran éxito. La lectura me hizo pensar que se confirmaría el vaticinio, pero no pude pasar de la página 155. La magia del comienzo pasó a transformarse, al menos para mí, en monotonía. Le di el dato, de todos modos, a Rubem Braga, que en esos años se había convertido en editor en Brasil. Rubem compró los derechos y se cansó de vender ejemplares. Se cansó de tal manera que subastó la editorial. El precio le permitió dedicarse a viajar un año completo.

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La trucha y la música

Dije más arriba que todavía no emprende, la relectura de García Márquez. No es una verdad exacta. Anoche tomé Cien años de soledad en la página 155 y seguí leyendo. Aconsejo este método a los lectores futuros. Comenzar la novela en la página 155, llegar hasta el final y después leer desde la primera página. Sospecho que es la fórmula adecuada. Cuando termine, daré mi testimonio.

Conocí a García Márquez en Francfort, en los días de la Feria del Libro, en octubre de 1970. Días de la Feria del Libro y de muchas otras cosas. Estábamos en un restanante y teníamos frente a la vista una carta escrita en alemán gótico. El mozo, imperturbable, no hacía el más mínimo esfuerzo para comprender nuestro inglés o nuestro francés. De pronto, me pareció descifrar la palabra forelle.

"¡Esto es trucha!", exclamé.

"¿Cómo sabes?".

"Porque en los discos del quinteto La trucha, de Franz Schubert, siempre se lee, como subtítulo alemán, Die forelle".

Pedimos forelle porque con ese pescado íbamos a la segura, y seguimos comiendo trucha, trucha en las más diversas formas, en un viaje de quince días por toda Alemania, donde fuimos invitados junto a otros escritores latinoamericanos por el Gobierno de Bonn. En ese grupo estaban, entre otros, Mario Vargas Llosa, Miguel Angel Asturias, Salvador Garmendia, Manuel Puig. Había un predominio absoluto del humor y del disparate. Salvador Garmendia, notable novelista venezolano, con aspecto físico parecido a Rasputín, el monje loco, salía de las tabernas y decía, en voz alta: "¡Olvídense!".

Los parroquianos alemanes contestaban de inmediato, como relojes: "Aufwiedersehen".

Me parece que García Márquez (Gabo) y yo éramos los únicos melómanos del grupo. García Márquez, más previsor, había llevado un buen aparato de radio y una colección de casetes clásicas. Nos reuníamos para escuchar música. Una noche, en Bonn, resolvimos separarnos del grupo y cenar en Colonia, a unos. cuarenta kilómetros de distancia, con el editor en alemán de García Márquez. Llovía torrencialmente, sobre todo en una curva del camino. "En este lugar", dijo García Márquez, "llueve hace cuarenta años". Pensé en Cien años de soledad. En la cena estaba Heinrich Böll, otro premio Nobel de Literatura, y un personaje que se llama Neverdumonde y que García Márquez sólo designaba como el señor "Nunca del Mundo".

'Persona non grata'

Esa noche conté una anécdota de, precisamente, Joaquín Edwards Bello, y puedo asegurar que mi pariente lejano, que nunca alcanzó la consagración internacional, tuvo un éxito único en esa mesa germana y cosmopolita. Conté que Joaquín estaba sentado en el café de la Paix, en París, en plena juventud y en plena guerra de 1914. Se le acercaron dos señoras patrioteras, indignadas. ¡Cómo era posible que un joven robusto no estuviera en ,las trincheras, defendiendo a la patria. Joaquín Edwards Bello se puso de pie, cortésmente. Explicó que lo que pasaba, señoras, "mesdames", es que "je suis chilien".

Las señoras, consternadas, lo miraron a los ojos y cambiaron de tono: "Et c'est grave ça?".

Creyeron que ser chileno era una enfermedad, como ser canceroso, tuberculoso, diabético. A veces pienso que esas señoras eran proféticas, personajes de antiguas mitologías.

Cuando publiqué Persona non grata, Gabo y yo vivíamos en Barcelona y nos veíamos a menudo. Hablábamos de todo y escuchábamos música de Gabriel Fauré, de Ricardo Strauss y de Bela Bartok. Escuchábamos la sonatina y la suite para instrumentos de viento de Ricardo Strauss, la música vocal de Fauré y los cuartetos de Bartok. Leyó Persona non grata y se sintió incómodo. No habló más del libro. La caída de Salvador Allende lo había transformado -en una reflexión que siguió el camino inverso de la mía- en un partidario fervoroso de la revolución cubana y en amigo personal de Fidel Castro. Ahora confieso que me molestó ese silencio de Gabo. Pasamos a conversar de temas neutros y a escuchar sonatinas.

Gabriel García Márquez piensa que no deben publicarse verdades molestas sobre la Unión Soviética o sobre Cuba, porque esos países pertenecen, a juicio suyo, al bando progresista del mundo actual. Sólo hace gestiones calladas, discretas, aprovechan do su influencia interna, para mejorar situaciones puntuales. Así ha conseguido, por ejemplo, que algunas personas puedan salir de la isla, e incluso de la cárcel. No muchas personas. Pablo Neruda pensaba y actuaba en la misma forma.

Los desacuerdos

Yo no pienso así. Pienso que deben denunciarse las injusticias y las arbitrariedades de todos lados, vengan de donde vengan. Lo demás sólo permite el aumento de la injusticia, la arbitrariedad creciente del poder. Por otra parte, después de una reflexión de

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Discrepancias con García Márquez

Viene de la página 11

largos años, he llegado a la conclusión de que los países donde existe el socialismo real -Cuba, la Unión Soviética, Albania, etcétera- ya no representan la vanguardia de la historia. He llegado a creer incluso que son profundamente reaccionarios. Lo cual no implica, desde luego, justificar a los Gobiernos reaccionarios del otro extremo. Entre un socialismo como el de la Unión Soviética y una socialdemocracia como la de Bélgica, Suecia, o la que podría surgir mañana en España, si las cosas se maneja ran en forma sensata, me quedo mil veces con la segunda alternativa. Ni siquiera simpatizo con el igualitarismo excesivo de los ingresos en Suecia, que condujo al gran Ingmar Bergman a un momentáneo exilio. Mis simpatías están por la igualdad de las posibilidades.

Los socialdemócratas europeos suelen creer que este dilema no se plantea en la misma forma para el Tercer Mundo. Así justifican el castrismo. Estoy en total desacuerdo. Entre el Chile de la década de los sesenta, con todas sus terribles limitaciones, y la Cuba de Fidel Castro, me quedo, mil veces también, con Chile, con ese Chile. El proceso chileno de aquellos años se destruyó debido al extremismo suicida de algunas minorías y a la candorosa ingenuidad política de la gran mayoría, aparte de factores internacionales de todos conocidos, pero menos importantes de lo que se piensa en Estados Unidos y en Europa.

En resumen, no creo que haya que ocultar los crímenes del socialismo real para "no darle argumentos a la reacción", como dicen. Gabriel García Márquez piensa de otra manera. Tengo amigos que piensan de las más diferentes maneras. Sólo excluyo del círculo de mis amigos a los criminales, a los terroristas, a los tontos graves y a los lateros.

En lo que respecta al Premio Nobel de Literatura, se lo habría dado, dentro de América Latina, a una de las siguientes personas: Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Juan Rulfo, Carlos Brummond de Andrade. Son los grandes precursores. La Academia sueca prefirió elegir a uno de los más brillantes discípulos. Está muy bien. Me alegro muchísimo por García Márquez y por toda la literatura latinoamericana. Aunque él, Gabo, quizá no lo crea.

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