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Tribuna
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Las creíbles y alegres historia del cándido Gabriel

No sé si el premio Nobel añadirá algún prestigio a García Márquez- sí en cambio es seguro que García Márquez hará que el Nobel recupere un poco de su crédito.Fundamentalmente, a través de sus Cien años de soledad, pero también de obras posteriores, este colombiano ha logrado el milagro de ser un autor de éxito excepcional y de extraordinario nivel literario, dos galas que no siempre vienen juntas.El Nobel es también para Macondo, pueblo prototípico que se integra en un paisaje verosímil, en una realidad honda, casi abismal, tal vez para otorgar definitivo sentido a la primera y embustera versión que suelen proponer las apariencias. En Macondo las cosas no son meras referencias, ni cándidos semáforos que regulan el tránsito de los complejos personajes; más bien son instancias de vida, datos de la conciencia, reproches o socorros dinámicos, casi siempre testigos implacables. En ese contexto, la parsimonia de los personajes pasa a tener un valor alucinante, un aura de delirio, algo así como una escena de arrebato proyecta da en cámara lenta.

Pocos de los relatos de García Márquez incluyen escenas de violencia desatada. No obstante, ya sea como cicatriz del pasado o como amenaza del futuro, la violencia está siempre agazapada bajo la paz armada de Macondo. No es casual que, en el país de la violencia, los relatos y novelas de García Márquez transcurran en las escasas treguas, tal como si el novelista se obligara a ser lúcido en una región donde el hervor y el resentimiento han instaurado un extraño nivel de expiaciones.

A pesar de su notoria militancia por la soberanía de nuestro pueblo, García Márquez no es un escritor de obvio mensaje político; su compromiso es más sutil. Acaso por eso elija las treguas: porque esos lapsos son probablemente los únicos en que la mirada del colombiano tiene ocasión de detenerse sobre los hechos escuetos, sobre la sangre ya seca. Sólo durante las treguas es posible llevar a cabo el balance de los estallidos. El autor no intenta extraer consecuencias históricas, políticas, sociológicas; se limita a mostrar cómo son los hipotéticos y no obstante creíbles colombianos de Macondo entre uno y otro fragor, entre una y otra redada letal.

Creo, y más de una vez lo he afirmado, que la obra maestra de García Márquez se llama El coronel no tiene quien le escriba, y esto sin perjuicio de reconocer que Cien años de soledad es una maravilla de imaginación y de entretenimiento. Pero en El coronel la sobriedad expositiva es llevada al máximo. Para contar las incesantes idas y venidas del protagonista (del usurero al sastre, de la estafeta al abogado, del médico al sacerdote, y siempre regresando donde su mujer y su gallo) para relatar ese tránsito cansino pero sostenido, es imposible imaginar otra prosa que no sea ésta, sustancial, despojada, precisa, sin un adjetivo de más ni una verdad de menos. Antes, en La hojarasca, y luego, en La mala hora, la violencia fue y será una presencia agazapada. Los personajes de La mala hora, sobre todo, constituyen una suerte de coro, una mala conciencia plural que convierte al pueblo en una gran olla de rencor. Todos esos libros, más los fogueados cuentos de Los funerales de la Mamá Grande se convierten años después en mero trampolín para el gran salto imaginativo: Cien años de soledad. En esta historia total, abre puertas y ventanas, elimina diques y fronteras. Todo atañe a Macondo, que acaso es imagen de Colombia toda; pero Macondo es aproximadamente América Latina, es tentativamente el mundo. Historia de los Buendía, pero también del Hombre, que lleva no cien sino miles de años de soledad. A través de un siglo que es metáfora, los Aurelianos y los Arcadios, las Ursulas y las Amarantas, se suceden como ciclos lunares.

Es claro que, en definitiva, lo que menos importa es la alegoría. Cien años de soledad es, sobre ,todo, una lectura plenamente disfrutable en todos sus niveles: en el de la anécdota, que es sorpresiva, incalculable; en el del lenguaje, que es limpio, sin anfractuosidades; en el de la estructura, que es imponente y sin embargo no hace pesar su descomunalidad; en el de su buen humor, verdadero armisticio de esas creaturas longevas y alarmantes; en el de su simbología, ya que allí, hay señas y contraseñas para todas las lupas, y en el de su espléndida libertad creadora.

Luego vendrán los cuentos de la Cándida Eréndira, esa ácida parábola de la crueldad que es El otoño del patriarca y un divertimento de primera clase: Crónica de una muerte anunciada. Pero si tuviera que elegir una sola palabra que diera el tono de esta trayectoria literaria, creo que esa palabra sería: aventura. El autor aparece como un alegre instigador de tanta disponibilidad aventurera como posee la historia, como propone la geografía, como tolera la imaginación. Todo, lo creíble y lo increíble, está nivelado gracias a su condición aventurera. El azar cae del cielo tan naturalmente como la lluvia, pero no hay que olvidar que una sola lluvia macondiana dura cuatro años, once meses y dos días. ¿Quién iba a pensar que Remedios la Bella y Alfred Nobel se refugiarían bajo el mismo paraguas?

Mario Benedetti escritor uruguayo, novelista, poeta y ensayista, vive en Palma de Mallorca exilado de su país.

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