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Tribuna
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Cine de día, 'glamour' de noche

Nada menos que 187 festivales cinematográficos registra el último número de la revista Variety. Los hay de todos los sabores, colores y rigores climáticos. Desde los especializados en medio ambiente, deportes, turismo, marinería de altura, pedagogía, niños y agricultura atlántica, hasta los dedicados a ficción científica, comedia musical, valores humanos, efectos especiales, espeleología y ciencias duras; desde los que jamás suben de los cero grados hasta los que no bajan nunca de los treinta. Para morirse de miedo o partirse de risa.De hecho, es posible vivir todo el año natural festivaleramente. Circulando los doce meses con la mira extraviada y extravagante por entre toda clase de celuloides, noches de estreno tumultuosa, cócteles de presentación, entregas de premios ruidosamente protestadas y hoteles más bien decadentes. Vivir, soñar, tal vez dormir en los mejores divanes de esos 187 grandes vestíbulos, confortablemente instalados frente a la alfombrada escalera principal, contemplando el espectáculo singular de la bajada y subida de estrellas recién salidas de la peluquería, o siemplemente acompañadas por sus peluqueros de cabecera, como a Warhol le gusta el número para cotillearlo con Andy.

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Ese debe de ser el sueño de un cinéfilo de verano. Pasear de enero a diciembre de festival en festival. Sin interrupciones. Sin rozar más realidades que las derivadas de las modernas artes de subsistencia, como son los aeropuertos, las lavanderías automáticas, los autoservicios, los transbordos de ferrocarril, los mostradores de recepción, las enrojecidas tarjetas de crédito y las burbujas de alka-seltzer. Iniciar enero en Avoriaz, entre terrores nevados de casi tres mil metros de altura, y acabar el periplo de la ficción cinematográfica en el estrecho del Bósforo o el golfo de Cádiz, según clausure el año el certamen de Estambul o el de Huelva. Comprendo que esto pueda resultar agotador y hasta agobiante a los no aficionados, pero es la utopía más eficaz que conozco en estos momentos para fugarse del ruido tedioso y redundante que provoca la actualidad; sobre todo, si se trata de actualidades tan antiguas, pelmazas y superadas como las que por aquí suelen vendernos a principios de cada curso con desgarro patético, para que no decaiga la atención sobre ese eterno puñado de problemas administrativos pendientes y molientes.

Lógicamente, es muy difícil hacerse un lugar privilegiado entre los 187 festivales. Ya que competir con Cannes no parece aconsejable hoy por hoy, ni siquiera a costa de aumentar todavía más el endeudamiento exterior, la fórmula que ha adoptado la mayor parte de los certámenes para no perecer en la jungla de la repetición es la de dedicarse en exclusiva a algún género o subgénero; lo cual explica la apabullante proliferación de festivales especializados en los más motivos, desde el cine teológico hasta el geológico.

El hallazgo genial del certamen de San Sebastián está en el redescubrimiento del glamour. Algo que ni el gigantismo mercantil de Cannes puede ofrecer -o que sólo puede ofrecer a los privilegiados- y que rechazan explícitamente Venecia y Berlín en nombre de no se qué idea circunspecta del es y el debe ser cinematográfico. Esa puede ser en el futuro, si se consolida la tendencia de estas dos últimas ediciones, la gran diferencia del festival donostiarra respecto de todos los demás: dejarse de especializaciones delirantes y de imposibles competencias y dedicarse a oficiar por unos días el rito del glamour perdido, sin complejos intelectuales de los años sesenta (de esa tuberculosis murió y todavía no levantó cabeza la Mostra de Venecia) ni provincianismos cerriles de la era de las señas de identidad.

San Sebastián puede ser el festival de festivales con el que todo aficionado sueña. El resumen brillante de esos 187 certámenes anuales. Lo tienen muy fácil sus responsables. Se trataría de ofrecer, por un lado, una muestra completa de las películas premiadas en los mejores festivales anteriores; por el otro, de incurrir a pecho descubierto en mito, mitificación, estrellato, seducción, frivolidad, juego, ritual, saraos, juergas, escalinatas, escándalos, promiscuidad, maquillajes y caretas. Cine de día y glamour de noche. Una fórmula vieja como el invento mismo, y que por razones que se me escapan sólo puede disfrutarse en Cannes, pero, ya digo, de oídas, de lejos. Y además, vídeo, nuevos realizadores, vanguardismo, coloquios, modernidad, homenajes, retrospectívas, y todo lo que venga: venga de donde venga.

San Sebastián puede ser, en fin, esa fiesta grande del cine y de sus amigos numerosos y fanáticos que ya no es posible vivir en ningún otro festival, y que esta ciudad cada día más glamourosa parece exigir. Ese es el reto: el rito perdido.

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