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Tribuna
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La incontrolada calidad sobre los escenarios

Quizá el próximo ministro/a de Cultura encuentre la manera legal de prohibir las representaciones de los autores clásicos que no se hagan con la necesaria solvencia. Podría, incluso, encontrar una forma de equilibrar las subvenciones mediante un sistema de multas a quienes destrocen el teatro clásico. Un dineral.Hay precedentes numerosos de política de control en esta área. Sucede con otras formas del patrimonio artístico nacional: hay suficientes disposiciones, que incluso pasan por encima del derecho de la propiedad privada -que en España es sagrado-, para impedir que nadie destroce monumentos, o conjuntos arquitectónicos. No se sabe por qué, cuando se trata del monumento nacional que supone el teatro clásico, la literatura y la música de edades más ilustres, el desmán no sólo se autoriza, sino que se estimula y se paga.

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Cuando llega el verano, un enjambre de directores de cuarto orden -y en ese oficio, en España, se pasa directamente del primero al cuarto orden, aunque luego haya quinto, y sexto, y... - se lanza a las calles y Plazas de ciudades y pueblos y arroja a los atónitos espectadores los restos de un clásico: desmembrado, exagerado, troceado, mal interpretado; añadido de una música más bien lúgubre, no entonada, sino desgañitada -por gargantas no criadas para eso, a las que micrófonos y amplificadores aumentan la desafinación y la agriedad. A veces no hasta con una obra, y los aventureros injertan tres o cuatro, y para buscar la risa del público añaden chistes de su cosecha.

No está claro - y es un viejo debate que se reproduce contínuamente en el mundo- cómo ha de tratarse a los ciásicos y de qué forma ha de hacerse su aproximación a un público hecho a otro verbo y a otras costumbres. Pero sí se sabe ya que las adaptaciones son lícitas, como lo es la limpieza de lo que hoy serían arcaísmos más bien incomprensibles. Sí se sabe, también, que el añadido del talento es siempre bien. recibido. Claramente, no hay normas para cómo ha de hacerse, y se sabe que no se trata de una mera cuestión de respeto o de reverencia ante los mitos.

Pero sí se sabe lo que no ha de hacerse. Si no se está seguro de qué es lo que no debe hacerse, basta con salir al exterior, en cualquier ciudad donde se prodigue este invento, traspasar, las vallas y presenciarlo. Salvo las ilustres excepciones que se conocen, en las que directores, actores y adaptadores de talento producen una recreación de los clásicos -y cabe decir que algunas veces con grandes errores, -pero errores partidos de un proyecto inteligente-, lo que se suele ver es déscorazonador.

No sería enteramente justo culpar sólo a quienes perpetran estos crímenes: lo hacen de buena fe y movidos por la tremenda necesi dad, que es compañera antigua del teatro. Está muy mal la profesión, y no se puede pedir a nadie que sea tan crítico de sí mismo como para negarse esa posibilidad. La culpa está en. los inductores. Quienes tienen a su cargo la cultura en el país -y no sólo en el ministerio, sino en las entidades autonómicas, en los ayuntamientos y diputaciones, en las entidades privadas- pagan y facilitan medios a quienes presentan unos clásicos como proyecto, unos precios reducidos como aproximación a lo popular y unos repartos relativamente numerosos como indicio de su deseo de paliar el paro. Se estimula el desastre. Así favorecidos, hombres Y mujeres no preparados saben que, de todas formas, no van a salir bíen librados de la aventura si no acude el público, de forma que hacen lo que llaman adaptaciones o dramaturgia -que siempre es más pedante- con un doble interés: el de comercialízar el clásico -chistes, muchos chistes, y un poco de erotismo, si se puede- y el de cobrar derechos en la Sociedad de Autores, puesto que actúan sobre el bien mostrenco que es el dominio público.

No parece -por los resultados- que nadie vigile la calidad: el teatro es también un bien de consumo y debe pasar por un control de calidad. No lo ejercen quienes dan dinero ni quienes dan lugar ni, naturalmente, la Sodedád de Autores -no es su misión- que les paga puntualmente sus derechos.

No hasta con pagar

No se trata de negar a los directores y a las compañías de verano las subvenciones y las ayudas de todo tipo que reciben, y que de sobra se sabe que no son suficientes, sino más bien de encauzarles a otro tipo posible de teatro. Unas obras contemporáneas, con el lenguaje, los temas, las situaciones y los personajes del día, y con el autor sentado al lado del director en los ensayos, podrían dar un resultado mucho mejor, incluso para el público, y desde el punto de vista de creación de cultura. En cambio, un clásico necesita otra clase de sabiduría, una profundidad para desentrañarlo, una escuela para decir sus versos, que no están al alcance de todo el mundo.

Parece que algo deberá hacer el próximo ministro/a de Cultura (para el actual ministerio es ya demasiado tarde). Y quienes reparten dinero y facilidades. A condición, claro está, de que estas autoridades sean capaóes de tener un criterio justo y razonable y no se limiten a creer que basta pagar algo con el nombre de clásico para que la acción cultural sea indiscutible.

Había antes quejas de que se ha roto la tradición del teatro clásico y de que en España no se representaba con continuidad, escuela y suficiencia, como se hace en otros países. Sin embargo era una situación mejor que ésta, en la que se dilapida el viejo tesoro de la lengua y la literatura dramática, se pervierte y, quizá, se aleja de ella al público para siempre.

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