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Un símbolo del cine norteamericano

El portavoz de los personajes atormentados

Henry Fonda fue, seguramente, el actor más sobrio de toda su generación. Y no es fácil definir así a un intérprete del Hollywood de los años treinta, época en la que casi todos ellos mostraban un equilibrio de gestos y una capacidad de comunicación diametralmente opuestos al histrionismo. Les importaba más el respeto al texto de cada película que la imposición de su personal tipología. La industria del cine logró que muchos de esos actores se transformaran en estrellas, es decir, en estereotipos destinados al consumo.Henry Fonda, popular desde su trabajo en el teatro, prolongó en el cine una fascinación irrepetible que no traicionó su talento por causa de las modas: sus interpretaciones no le presentaban jamás como hombre familiar, previsible, repetitivo; cada personaje por él encarnado tenía la fuerza de lo original, la imprevisión del héroe de una aventura.

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Fonda humanizó sus personajes, elevándolos con una expresión que nunca fue amanerada, aunque no todas sus películas fueron importantes. Fácil le hubiera sido aplicar sólo profesionalidad. Sin embargo, imposible es creer que con ella hubiera sido posible interpretar a esa gama de personajes injustamente perseguidos con los que Fonda se hizo famoso en el mundo.

El modo americano

En una época en la que el cine de Hollywood lanzaba su modelo de democracia como un ejemplo a seguir, el actor encarnaba personajes atormentados a los que el american way of life, el sistema de felicidad norteamericano, no provocaba más que razones para la desesperación. ¿Cómo olvidar al hombre cruelmente castigado al crimen de Sólo se vive una vez, al perseguidor de utopías de Las uvas de la ira, al insólito sheriff de Pasión de los fuertes, al riguroso jurado de Doce hombres sin piedad o al mediocre ciudadano castigado por lo que ignora en Falso culpable. Hombres destinados al fracaso, personajes de carne y hueso.

Al lado de los perdedores

Cada vida convertida en personaje era para Fonda el centro del universo; tomó siempre partido por los antihéroes, por los perdedores; los defendió con coraje, aunque el guión no estuviera a su favor. El aparente hieratismo de su método de trabajo no le impedía aplicar todos los matices. Pocos actores como él lograron transmitirlos con tal verosimilitud, con tan inteligente emoción. Sus gestos desgarbados le acercaron al espectador común.

La popularidad, sin embargo, fue declinando para él. Ni el cine de Hollywood niantuvo el esplendor de la década dorada que, junto a otros, protagonizó, ni los nuevos personajes aceptaron la fuerza que el actor otorgaba.

Fonda era demasiado real para lo que el cine quería; sus preocupaciones, las que comunicó en las películas capitales que interpretaba, no tenían continuidad en una época, que no se permitía ya ni la contradicciones que afloraban en la década de los treinta, de los cuarenta incluso.

Algo de este conflicto fue transmitido en En el estanque dorado, su última película, cuya producción fue apasionadamente provocada por su hija Jane como testimonio de gratitud a un hombre que a ella le aportó la sensibilidad que muestra en su trabajo, y a nosotros, los espectadores, el reflejo de un mundo insoportable donde el individuo no alcanza nunca la felicidad. A veces, ni la eventual sospecha de que existe.

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