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Un símbolo del cine norteamericano

La última batalla de un héroe triste

Henry Fonda no pudo vencer su última batalla contra la fatalidad, que desde 1974 fue la crónica de una muerte anunciada en lucha difícil contra un corazón enfermo. Así se ha extinguido el último héroe del New Deal rooseveltiano, el que fue uno de los rostros más fascinantes del cine democrático y progresista de los años de la depresión. Llegó al cine en 1935 catapultado desde el teatro, desde una pieza exitosa que se llamaba El granjero se casa, comedia campesina traspasada luego al cine por Victor Flerning y que aparecía como un eco de comic más popular de aquella época, el protagonizado por Li'l Abner, el muchachote rural dibujado por Al Capp y admirado por el novelista John Steinbeck, que maduraría agriamente en la amargura del éxodo agrícola al oeste de Las uvas de la ira, que llevó a la pantalla magistralmente John Ford.Su creación del campesino Tom Joad en Las uvas de la ira culminó en 1940 una gran década en la carrera de Fonda, en la que se dibujó para siempre su imagen pública de héroe infeliz, atormentado en su lucha desigual contra la fatalidad o al servicio de causas justicieras. Fue el inocente perseguido, víctima de un error judicial, en Sólo se vive una vez, de Fritz Lang, y volvería a serlo años más tarde en Falso culpable de Alfred Hitchcock. Fue el combatiente republicano español en la controvertida cinta Bloqueo, de William Dieterle, la única película abiertamente antifranquista producida en Hollywood y boicoteada por la extrema derecha en aquel país. Con estas cintas memorables se convirtió Fonda en encarnación arquetípica de una víctima del destino o en combatiente perpetuo en causas perdidas.

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Figura emblemática, movimientos felinos

John Ford fue acaso el director que sacó mejor provecho de su figura emblemática, de cuerpo elástico y movimientos felinos. Es difícil olvidar a Fonda interpretando al presidente de los Estados Unidos en El joven mister Lincon, con su alta chistera casi expresionista, film admirado y elogiado por Eisenstein o al sheriff de Pasión de los fuertes, dos excelentes películas de John Ford. Actor íntegro, que hacía de todo su cuerpo un vehículo solidario de interpretación dramática, Henry Fonda sobrevivió bien a los cambios de modas y de estilos. Ahí están títulos como Doce hombres sin piedad, Tempestad sobre Washington y El estrangulador de Boston para corroborarlo. Pero en esa década convulsiva de los sesenta en la que el cine mundial cambió de piel, Henry Fonda había aportado además al mundo del espectáculo a Jane y a Peter, dos hijos difíciles, no menos atormentados que su padre, que iban a convertirse en personalidades punteras de la pantalla. Las relaciones de Jane con su padre fueron conflictivas y en ese desajuste simpático estuvo el origen de En el estanque dorado, la acaramelada loa a la senectud que la industria necrómana de Hollywood quiso montar para justificar un oscar casi póstumo, que en realidad no necesitaba ninguna justificación.

Rostros perplejos, personaje acorralado

El testamento artístico de Henry Fonda no se halla pues en este canto otoñal, construido con criterios de lacrimoso melodrama televisivo, sino en el museo imaginario formado por un poliedro, de rostros perplejos o dolientes, de hombre acorralado física o espiritualmente, con una una imagen que acaso sin pretenderlo refundía la voluntad de lucha democrática de la era de Franklin D. Roosevelt y la angustia agónica de los personajes de Jean Paul Sartre. Con su muerte no desaparece sólo un gran actor irreemplazable, sino que se cierra un capítulo inolvidable en la esfera íntima de nuestras fruiciones más profundas de espectadores de cine.

Acaso el mayor mérito profesional de Heriry Fonda resida en que su imagen y su estilo no podrán ser jamás prolongados ni imitados por nadie, ni siquiera por sus hijos. Años antes de que el Actor's Studio pusiese de moda las interpretaciones neuráticas y crispadas de sus divos pasados por el tamiz freudiano, Fonda había ofrecido lecciones magistrales de crispación contenida y austera, antiespectacular e interiorizada, en las antípodas de la pirotecnia efectista y extrovertida de un Marlon Brando.

Un discurso antifranquista al final de "Bloqueo"

Yo tuve la ocasión de verle un par de veces cuando estuve residiendo en Hollywood. Recuerdo que me lo presentaron en un party organizado por la Unión Pro Libertades Civiles, un grupo liberal y progresista opuesto a las dictaduras, a la discriminación racial y a la pena de muerte.

Me sentí obligado a agradecerle, como español, su discurso en la escena final de Bloqueo contra los sublevados franquistas, mirando directamente a la cámara, como haría años más tarde Chaplin al final de El gran dictador. Me contó que a la salida de los cines en donde se proyectaba la película se recaudaba dinero para ayudar a la causa republicana, pero no quiso seguir con el tema y prefirió hablar de corridas de toros, haciéndome preguntas sobre una materia en la que no me reconozco como experto. Aunque su salud ya no era buena, su voz, era firme y caminaba tieso y seguro, como un superviviente del pasado que se niega resueltamente a desaparecer de un mundo que ya no es el suyo. Era el año 1977, una época en que la enfermedad se hacía evidente y ya el personaje Henry Fonda había dejado de ser la Ieyenda de su físico y para ser la realidad poderosa de su imagen, la sombra de su recuerdo, aunque el actor se mantenía con firmeza frente al tormento del corazón.

Pero su corazón de héroe fatigado ha acabado por sucumbir a un ataque que tuvo que representar ante las cámaras en una escena de En el estanque dorado. Pues esta vez, cámaras presentes, la píldora de nitroglicerina no ha podido obrar el milagro que operaba en la ficción. Ya se sabe, la vida es siempre más cruel que la ficción de las películas.

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