'La poesía se corta la melena'
Cuando José Martí publica en Nueva York, en 1882, su primer volumen poético, Ismaelillo -quince epifanías dedicadas al hijo- está echando las bases, según la autorizada opinión de Pedio Henríquez Ureña, de lo que será en el verso la renovación modernista. Años más tarde, pudiendo contemplar entonces cómo estaba ya en marcha el nuevo movímiento hispanoamericano, el propio Martí comenta con orgullo: "La poesía se corta la melena". (Nuestra América, 1891.) Pues bien, Ismaelillo fue ya un corte radical de la melenuda tradición.El lector pudo encontrar allí lo por aquel tiempo inesperado: metros muy breves, agilísimos y rítmicos; palabra saltarina y vivaz, y, sobre todo, una plasticidad extremada -pero no la plasticidad distanciadora del parnasista, sino puesta al servicio de intuiciones esenciales y de contenidos éticos y universales (a pesar de la índole personal de los poemas). El irracionalismo visionario, la gran conquista de la poesía moderna -tan bien estudiado por Carlos Bousoño en su libro El irracionalismo poético (El símbolo)- apunta ya meridianamente en Ismaelillo, y el hecho no debe continuar siendo soslayado. 1882 es también la fecha central de los intensos, y siempre actuales, Versos libres, de Martí.
Y añadía éste, en su valoración de la nueva literatura de América: "La prosa, centelleante y cernida, cargada de ideas". Y aquí, aún más, la significación del 1882 es definitiva, pues en ese año cuaja espléndidamente la centelleante y lujosa y nerviosa prosa martiana. Ya en el anterior, al conocer los reparos que iba encontrando suestilo esmerado y pulcro, Martí había afirmado: "La frase tiene sus lujos... Pues, ¿cuándo empezó a ser condición mala el esmero?". Si el modernismo representó, en una de sus más resistentes voliciones, una rigurosa pptenciación estética del lenguaje, en esa actitud del cubano se prefigura ya, entera, la imagen más cabal del escritor modernista.
Una época de finitud
De 1882 es su tráscendental prólogo al Poema del Niágara, verdadera diagnosis existencial y artística de la época que entonces se abría, y que aún nos alcanza. Una época signada por lla oquedad axiológica y el acuciante sentimiento de la finitud (que obró derechamente en el decadentismo finisecular) y por su lógica secuela emocional: la angustia. Léase a Martí, en ese prólogo: "Nadie tiene hoy su fe segura. Los mismos que lo creen se engañan. Los mismos que escriben fe se muerden, acosados de hermosas fieras interiores, los puños con que escriben". Y su dicción se encrespa aún más, incluso neológicamente, al pergeñar esta identificación, entre poesía y vida, que tan fielmente vendría a cumplirse en ciertos estadios de nuestro siglo: "La vida personal dudadora, alarmada, preguntadora, inquieta, luz bélica; la vida íntima febril, no bien enquiciada, pujante, clamorosa, ha venido a ser el asunto principal y, con la naturaleza, el único asunto legítimo de la poesía moderna".
No todo el modernismo está ciertamente en Martí, pero sí algunas de sus aportacíones más permanentes. Entre éstas, la apertura -literaria y cultural-, hiriendo y trascendiendo el acartonado provincianismo de la mentalidad hispana. En otra crónica de 1882 (Oscar Wilde) avanza el autor esta oportuna indicación: "Conocer diversas literaturas es el medio mejor de libertarse de la tiranía de algunas de ellas". Y esta idea encontrará un desarrollo más explícito en el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, hablándoles ahora directamente a los escritores peninsulares: "Mientras más prosa y poesía alemana, francesa, inglesa, italiana, rusa, norte y suramericana, etcétera, importe la literatura española, más producirá y de más ricos y más cuantiosos productos será su exportación". (El cruzamiento en literatura, 1894).
Gutiérrez Nájera es el otro gran iniciador del modernismo, asociado también al 1882. A lo largo de ese año dará a conocer aquél, en publicaciones periódicas de México, una gran parte de los relatos que al siguiente recogerá en sus Cuentos frágiles (1883), inicio reconocido de la narración modernista. Al margen de su variada temática -donde entra ya el llamado cuento parisién, que Rubén Darío explorará brillantemente en su Azul (1888)-, en la prosa (cuentos y crónicas) de Nájera, como en la coetánea de Martí, está ya, y plena, esa sutil aleación de precisión parnasista y sugerencias simbolistas, de figuraciones impresionistas y visiones en cierto modo expresionistas. Y tal aleación, y esto es bien sabido, fue, en el nivel de estilo, la marca más distintiva del sincrético lenguaje del modernismo. Aunque aquí muy apretadamente resumidas, sobran, pues, las razones que dan entidad a este año de 1,982 como el del centenario de la unciación modernista, y debe ser así valorado desde los dos anchos costados geográficos y culturales de la lengua.
Babelia
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