También el humanitarismo tiene su límite
El 6 de diciembre de 1980, a las 12 del día, la embarcación El Socorro, con bandera de Bahamas, fue capturada frente a Cayo Confites, en aguas territoriales cubanas, por unidades de la Marina de Guerra. Se encontraron a bordo 514 pacas de marihuana, que pesaban 19.506 kilogramos. Su capitán era el norteamericano Vincent Salvatore Simone, y la tripulación estaba compuesta en su totalidad por doce colombianos. Todos fueron condenados a diez años de cárcel por violación de las aguas territoriales y tráfico de droga.Más tarde, el 20 de abril de 1981, la embarcación Liliana, con bandera de Honduras, fue capturada en la punta de Maisi, en el extremo oriental de Cuba, y se encontraron a bordo 56.000 libras de marihuana. La tripulación estaba compuesta por nueve colombianos. Ocho de ellos fueron condenados a ocho años de cárcel por tráfico de droga y a otros cuatro años por entrada ilegal al país. Pero uno de ellos, por razones que las autoridades cubanas, no han explicado, fue condenado a diez años por tráfico de droga y a sólo dos años por entrada ¡legal al país.
Esta era la situación en noviembre del año pasado, cuando vine a La Habana con un paquete de cartas de las familias de los colombianos presos, en las que me pedían hacer algo para obtener su liberación. Todas coincidían en un punto: el Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia se negaba a toda gestión, por considerar que se trataba de delincuentes comunes. Las familias se dirigían a mí porque un año antes había conseguido el indulto para otros diez colombianos presos en iguales circunstancias, y también lo había hecho por las súplicas de las familias. Al igual que aquella vez, en ésta le hice la solicitud informal del indulto al presidente Fidel Castro en persona, y él la presentó al Consejo de Estado.
Sin embargo, cuatro meses después cuando volví a Cuba para enterarme del estado en que se encontraban las gestiones, me informaron de que ya los colombianos presos no eran veintiuno, sino treinta. En efecto, el 13 de febrero de este año, a las 3.20 de la tarde, la Marina de guerra cubana había capturado, a tres millas de las costas de la provincia de Holguin, a un yate de placer con bandera colombiana cuyo nombre mundano no le sirvió de nada: Lucky Star, es decir, la estrella de la buena suerte: la embarcación llevaba a bordo cuatrocientas pacas de marihuana, con un peso de 8.300 kilogramos. Su capitán era un ecuatoriano radicado en Colombia. A pesar de que no tenía ninguna solicitud para la liberación de estos nuevos presos, pedí el favor de que fueran incluidos en la lista anterior (inclusive el ecuatoriano), y las autoridades cubanas lo hicieron aun antes de que se celebrara el juicio correspondiente.
En esta ocasión, una casualidad que merece ser contada agregó un nuevo nombre a la lista. Mis amigos del periódico El Heraldo, de Barranquílla, me habían pedido averiguar si no estaban presos en Cuba un piloto comercial y su hijo de dieciocho años, que unos meses antes habían salido de La Guajira en una avioneta de un motor, con rumbo a Florida, y no se había vuelto a saber nada de ellos. La esposa del piloto había hecho toda clase de averiguaciones inútiles en el trayecto: Jamaica, Haití, Bahamas y aun Estados Unidos. La última posibilidad que la esposa vislumbraba, como una lucecita de esperanza, era que estuvieran presos en Cuba. Esta historia conmovió tanto a Fidel Castro, que ordenó una investigación a fondo. Pero fue inútil. "Lo siento mucho", me dijo entonces Fidel Castro, "porque nada nos hubiera complacido más que haberle dado una respuesta favorable a esa pobre mujer". Pero, en cambio, la investigación reveló que, además de los treinta marineros, estaba preso un piloto colombiano que no era el que yo buscaba.
En efecto, a principios de abril de 1981, este hombre volaba desde la costa caribe de Colombia hacia la de Florida, como copiloto de un Cessna de dos motores, piloteado por el norteamericano Allen Jackson, quien había sido aviador de guerra en Vietnam. A las nueve de la noche, cuando sobrevolaron Haití, el colombiano, que era el que conocía la ruta, le
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indicó al piloto que pusiera rumbo Norte hasta ver nuevas luces que, sin duda, serían las de las Bahamas, y que allí hiciera el ángulo hacia el Oeste para llegar a Florida. Luego se durmió, y cuando el norteamericano lo desperté, casi a las diez de la noche, estaba perdido. Tenían gasolina sólo para una hora, y no les quedaba otro recurso que aterrizar donde pudieran. "Por fortuna", ha dicho el colombiano, "había una luna como de medio día, y eso fue lo que nos salvó". Después de buscar una pista sin encontrarla, aterrizaron en un tramo recto de carretera, sin saber siquiera en qué país estaban. La historia es casi fantástica para los cubanos, porque muy pocos países del mundo tienen una barrera espacial como la de Cuba: su cielo se considera poco menos que invulnerable. Sin embargo, estos aviadores perdidos sobrevolaron la sierra Maestra y pasaron sobre la base norteamericana de Guantánamo, y nunca fueron detectados. Más aún: esa noche acamparon cerca del avión, que no fue descubierto hasta el día siguiente, cuando ellos mismos se presentaron en un puesto de policía que les fue indicado por un grupo de campesinos, En el avión se encontraron 1.404 libras de pastillas de dilaudid y de ruaalude lemon 174, que son estupefacientes de lujo. Las autoridades cubanas aceptaron que se incluyera también este piloto en la lista de los indultados, que de este modo fueron 31. Sin embargo, la semana pasada, cuando vine una vez más a Cuba para agilizar la salida de los presos, me encontré que en mayo había sido capturado un nuevo barco con dieciséis colombianos más. Uno de ellos se encontró en un estado de salud tan deteriorado, que desde entonces está sometido a cuidados intensivos en un hospital.
En realidad, este drama es infinito. El canal de los Vientos, que es el estrecho que separa Cuba de Haití, así como la costa norte cubana, son zonas de navegación muy difícil, y sólo expertos logran sortear sus riesgos incontables. No obstante, ésa es la ruta obligada de los barcos cargados de droga que vienen de Colombia hacia Estados Unidos. Por otra parte, las embarcaciones están a duras penas en condiciones de navegar, y sólo gentes muy necesitadas e inexpertas se atreven a embarcarse en semejante aventura.
Ninguna de las naves capturadas venía con destino a Cuba, uno de los pocos países del mundo que las Naciones Unidas han declarado limpios de drogadicción. Los cubanos los capturan no sólo porque violan sus aguas territoriales, sino porque han suscrito tratados internacionales contra el tráfico de droga, que se han esmerado en cumplir aun en las circunstancias más arduas. Estados Unidos, por pura sevicia política, inventa contra Cuba toda clase de infundios en relación con el tráfico de droga, pero ellos saben muy bien que la barrera establecida por los cubanos es la más difícil de franquear por los traficantes que se dirigen a Estados Unidos, los grandes tiburones del tráfico no viajan en estos barcos perdularios, que vienen casi siempre al mando de aventureros gringos de tercera categoría. También éstos son condenados a penas muy duras. Pero no las cumplen por mucho tiempo. Cada vez que un norteamericano influyente viene a Cuba -y vienen muchos más de los que uno supone- se lleva de regreso un lote de compatriotas liberados, para usarlos como trofeos. Los presentan como víctimas del infierno comunisia, pero la mayoría son, en realidad, agentes de la CIA o tráficantes de droga. En enero de este año se llevaron ocho.
Los colombianos, en cambio, no tienen ni quien les escriba. Pero escriben. "Lo único que nos ofrece nuestra querida Colombia es traficar marihuana", me dice uno de los presos en una carta que me mandó a México hace poco. "Para nosotros, no es más que un trabajo fuera de la ley, pero que nos permite no morir nos de hambre". Es difícil no pensar que este hombre tiene toda la razón. Sin embargo, por lo que a mí se refiere, esta carta y todas las que ya siento venir se quedarán sin respuesta, pues no estoy dispuesto a interceder ni por los dieciséis presos más recientes ni por ninguno de los que, sin duda, serán capturados después. La razón es muy simple: a este paso, por puro humanitarismo fácil, tanto yo como las autoridades cubanas terminaremos por convertirnos en servidores involuntarios, pero eficaces, de los verdaderos traficantes. Las familias de estos presos, en todo caso, tienen ahora oportunidad de apelar al nuevo Gobierno de Colombia, que acaso tenga mejor corazón que el que acaba de irse para bien de todos.
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