El nuevo Ateneo
Para muchos españoles, actualizar cualquier cosa, ponerla al día significa retrotraerla a alguna época dorada. Pero la operación resulta, por lo general, doblemente fantástica, porque es imposible volver al tiempo pretérito y porque en el pasado no tiene por qué ser oro todo lo que reluce. El tema del Ateneo se presta, sin duda, a ensayar una melancólica meditación sobre los motivos de resistencia al cambio en quienes gustan de aparecer como progresistas, aunque, paradójicamente, se afanen en resucitar pasados imposibles. Después de cuarenta años de vida vigilada, el Ateneo de Madrid ha podido incorporarse democráticamente al tono general de la vida española. El hecho de que esta incorporación adolezca de no pocas imperfecciones debe r'esultar tan comprensible como lo es en el resto de la vida nacional. Parecería incluso extraño que fuera el Ateneo de Madrid el único incontaminado en la falta de perfección que se advierte en gran parte de la sociedad española. Escandalizarnos por la abstención sería olvidar el alcance de la abstención con que, por ejemplo, han salido adelante las autonomías.Quiere ahora la junta directiva del Ateneo, es decir, la candidatura elegida en las primeras elecciones democráticas, someter a debate un proyecto de reglamento que permita el racional y eficaz gobierno de la casa. Y quiere que este reglamento se apruebe en una junta general extraordinaria, oportunamente convocada. Quiere además que el nuevo reglamento se inspire en el que, fechado en 1884, lleva la firma de Segismundo Moret. El mismo al que se conoce por Reglamento de 1932, porque en tal año se hicieron una serie de adiciones al primitivo. Unas últimas adiciones, para ser precisos. ¿Han pensado quienes pretenden mantener la intangibilidad del llamado Reglamento de 1932 que están propugnando la vigencia de unas normas que están a punto de cumplir el siglo? En los últimos cien años, además de cien años han pasado en España demasiadas cosas, cosas demasiado graves, demasiado profundas y algunas absolutamente trágicas. En los últimos diez se está produciendo a nuestro alrededor un cambio sustancial. ¿Y es ahora cuando algunos pretenden recuperar proustianamente, nostálgicamente, fantásticamente un tiempo para siempre perdido? El pasado no vuelve, y es inútil dedicarse a buscarlo. El siglo transcurrido desde la aprobación del reglamento de 1884 ha enterrado muchas cosas. Y lo prudente, lo vital parece que es el intento de dar soluciones actuales a los problemas actuales. Es decir, proponer un reglamento coherente con la realidad de 1982, aunque en él se conserven no pocas cosas del estilo fundacional de la casa. No todas, claro está, pues no podemos pensar ni podemos vivir, sobre todo, como sus venerables fundadores el duque de Rivas, Alcalá Galiano, Donoso Cortés, Cánovas del Castillo o Moret. No es posible volver a reunir en la Cacharrería a Valera, Cajal, Costa, Unamuno, Valle-Inclán, Ortega, Baroja, Azaña.... Por cierto, que el mismo Manuel Azaña quita bastante oro a la visión del Ateneo de 1932, que una minoría de socios pretende ahora resucitar. "El Ateneo", escribe Azaña en sus memorias, el 21 de marzo de 1932, "está mal, atacado de brutalidad comunistoide, y un pequeño grupo de violentos despechados se impone a la mayoría de los socios, que no van por allí..." Un juicio que -acaso demasiado severo- podría, en cierto modo, aplicarse ahora a nuestra, en otros tiempos, gloriosa institución. Descartado queda que cualquier tiempo pasado fuera mejor, ni siquiera que fuera, para lo menos bueno, distinto. ¿Qué diría hoy Azaña de los socios que han puesto en circulación el despropósito -tan delirante como poco ingenioso- de que la junta actual pretende vender el histórico edificio y la soberbia biblioteca? ¿Qué pensaría de quienes -con evidente debilidad mental- han podido creerlo? ¿Serán los mismos, acaso, que en el mismo Madrid creyeron hace siglos que unos judíos diabólicos se empleaban en martirizar al niño Jesús de la Paciencia?
La verdad es más sencilla. La verdad es que la junta del Ateneo, que lo dirige por mandato democrático, quiere proponer a sus socios -insistamos- un reglamento actualizado, acorde con las necesidades de los tiempos. Creemos esperanzadamente que el Ateneo de 1982, es decir, la inmensa mayoría de sus socios, que es tan respetable y responsable como lo fue en los mejores tiempos, comprenderá cuál es la circunstancia en que vivimos y sabrá hacer lo que, a su criterio, más convenga al servicio y prestigio del Ateneo y, a la postre, de la cultura española.
Creo que estas puntualizaciones eran necesarias a la hora de hacer patente, a través de este artículo, la filosofia que inspira la actuación de la junta de gobierno.
Babelia
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