Picnic jupiterino
Fueron llegando con la tarterilla, las botellas de agua (sólo permitidas en genuino plástico), las bengalas, los trajes de baño, los potingues solares. Arracimados como iban, parecían boy scouts bullangueros o decentes familias en día de picnic, dependiendo de la edad, que había de todo. Vinieron provistos de un aséptico espíritu de juerga, propio por otra parte de la tradición hispana: eran como romeros, o como esforzados peregrinos, es decir, gente dispuesta a soportar terribles inclemencias, el calor, la sed, los pisotones, con tal de poder pasar los labios un instante por el borde del milagroso manto del santiño.Salvadas las interminables colas de la puerta (una prueba más de penitencia) con docilidad paciente y sin igual, los rockeros rocieros empezaron a saciar su sed de maravillas con el tremendo decorado, una gigantesca construcción de telones pintados de colores, un pasmo piara el ojo. Se llenó el campo, se consumieron las reservas de agua en un momento sin tino suficiente, y cuando ya estaban las provisiones acabadas y las espaldas derretidas, aún no había comenzado la función.
A las 7, al fin, con una hora de retraso, salen los chicos de la banda del J. Jeils, calentones, marchoseros, poniendo un caramelo entre los dientes.
La gente ensaya con ellos sus bramidos, jalean, ovacionan: están entregados de antemano. Tres cuartos de hora jugosos del J. Jeils, y después otra hora entera de espera calurosa.
Los espectadores se salpican mutuamente de agua con ingeniosos pulverizadores de jardín, como si fueran geranios muy crecidos. Media docena de globos gigantescos son soltados para entretener la espera y el público es regado con mangueras. A las 9 menos 20 la masa se agita, se mueve, cabecea y un rugido comienza en una esquina: ¿son los Rolling? No, acaba de entrar Porta a la tribuna, y en un segundo todo el estadio ha vuelto el rostro y se desgañita en un abucheo colosal: el calor interno se eleva por momentos. El externo es mejor ni mencionarlo.
Sentimiento catastrórico
Entonces, como si estuviera preparado por un manager particularmente influyente, los cielos se abren en un tormentado apocalíptico: la cortina de agua es tan espesa que difumina el escenario. Una valla de uralita se derriba con estruendo, los rayos cruzan muy decorativamente por encima de las cabezas de la gente.
En ese mismo momento cientos de globos cubren repentinamente el aire, el decorado empieza a derrumbarse con el viento, y justo en medio del caos y del revuelo, salen ellos, los Rolling, como en un fragor jupiterino. Es la confusión, el éxtasis. Y el público se sobrecoge en un deleitoso sentimiento catastrófico: esa misina catástrofe, esas ansias de borrón y cuenta nueva que algunos vivieron siendo los rockeros de hace veinte años, y que ahora, rescatados de la rutina por instante con los Rolling, parecen cumplir, en un nostálgico espejismo, en este acabose huracanado.
Pero no, no se hunde el mundo La lluvia amaina, se arrian los telones. Mick Jagger viste rayas rojas y blancas, un pantalón ajustado que adquiere un volumen portentoso en la entrepierna, como si llevara coquilla. Se mueve, se mueve como una grulla con frenesí salvaje, y las primeras filas de hierba (que no se han movido de su si tio desde las 4 de la tarde) gargarizan alaridos y alargan las manos con avidez inútil: porque, pese a la peregrinación, este santo no se deja besar manto.
En el foso construído a lo largo del escenario (verdaderas trincheras para guerra) los guardaespaldas de camiseta azulada apartan manos, disuaden a los espectadores más febriles. Mientras tanto, Jagger se contorsiona, se mueve cadencioso, de una punta a otra de la larga pasarela con el mismo golpe de caderas que si de una super vedette se tratara. El público arroja sombreros, flores, bengalas encendidas, y Jagger devuelve todo con el salero juncal con que lo haría Frascuelo. Se cambia de ropa: viste chaquetas de seda, o bonetes de pedrería roja, a lo mujer fatal, o camisetas sin mangas que de vez en cuando enrolla a la altura del sobaco ante el enardecimiento de la gente.
Son dos horas de marcha sin parar, dos horas frenéticas que pasan en un vuelo. En el bis, rizando el rizo, Jagger sale travestido de superman y su capa es una bandera española atada en cintas de oro. Un globo inmenso que explota en fuegos artificiales, una traca ensordecedora y los múltiples besos que envía Jagger levantan los últimos estertores de la gente. Después sólo queda la rutina.
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