La otra odisea de Dublín
Riverrun. El río Liffey sigue atravesando Dublín, pero ha perdido el tono rojizo que le regalaban las fábricas de tintes situadas en su ribera y es difícil asociarlo con la pelirroja Livia Svevo, cuyas trenzas Joyce transformó en río Anna Livia, que transcurre por su obra más compleja, Finnegan's Wake. Tampoco había tranvías en Dublín el pasado 16 de junio, ni chavales voceando el Evening Telegraph o el Freeman's Journal. Monto, el barrio de putas de Dublín que Joyce utilizó en el episodio de Circe, donde Stephen y luego Leopold Bloom encuentran a Bella Cohen, sigue conservando sus casas georgianas, pero las prostitutas desaparecieron todas en una famosa redada policial en 1925, y ahora Mecklenburg Street ha sido rebautizada con el anodino nombre de Railway Street. Con todo, las voces de Stephen y de Bloom siguen interrumpiendo al viajero en cualquier esquina, y los agudos tonales irlandeses, la música de la frase, con violines o sin ellos, hace muy difícil la hora del cierre de los innumerables pubs, que la semana pasada estaban atestados de extranjeros, todos ellos peregrinos, en el más grande homenaje tributado a James Joyce con ocasión del centenario de su nacimiento.Parece que finalmente la vieja cerda que se come a sus crías -como Joyce definiera a Irlanda- se ha decidido a tributarle un homenaje, reverente y bullicioso, y también con su punto de humor Joyceano. Un simposio internacional, con la más ambiciosa lista de conferenciantes y de actividades, tuvo a los estudiosos ocupados durante toda una semana, mientras la ciudad, con su Ayuntamiento al frente, decidía sacar las festividades a la calle, con no poco de interés turístico y crematístico, evidente en las galerías comerciales de Grafton St., donde se podía encontrar hasta la corbata, verde como Irlanda, con el símbolo de Joyce, que Brancusi diseñara en 1929. Lo malo es que el verde era demasiado brillante, y la corbata, tan hortera, que la podría haber llevado cualquiera de los elementos masculinos que aparecen en Dubliners. Lo cierto es que los turistas no la compraban; entre otras cosas, porque hace tiempo que dejaron de llevar corbata.
Mientras los más inteligentes e ingeniosos académicos británicos y yanquies -y los joyceanos tienen a gala ser los más perspicaces entre los brillantes- aceleraban sus neuronas tratando de fijar definitivamente las voces y ambigüedades de la prosa de Joyce, su excelencia el doctor Patrick Hillary, presidente de la República, desvelaba el busto con que la ciudad de Dublín recordaba a su más fiel y cruel reportero. Por los humildes altavoces -en Irlanda, los aparatos técnicos son como de segunda mano-, todos pudimos escuchar cómo tamaña gesta -que inocentemente creíamos se debía a un tardío pero esperado acto de reconocimiento por parte de sus compatriotas- era obra de la solicitud de la todopoderosa American Express. Un vejete simpático, con boina y bufanda colorada, que se decía contemporáneo de Joyce, no pudo reprimir una carcajada, que contrastaba con la seriedad del presidente de la Joyce Foundation. Stephen's Green, el parque que alberga el busto, el mismo que Joyce-Stephen recorría para acudir a sus clases al austero University College -o Newman House, como prefieren llamarlo los irlandeses de pro-, estaba de fiesta. Era mediodía, y en el Green se codeaban los famosos; pocas horas antes habían desayunado en el Shelbourne Hotel, con su marquesina aristocrática, al otro lado del parque. Anthony Burgess, con la novelista Angela Carter, imploraba sonrisas de reconocimiento y se las arreglaba para ocupar la posición central en cualquier objetivo fotográfico de sus alrededores. La víspera, con voz estentórea, había clamado ante una audiencia de quinientos congresistas por liberar a Joyce de las redes de la academia. Los eruditos también se decidieron a salir al sol y participar del homenaje público: Richard ElImann, el BosweIl particular de Joyce, con su sonrisa perenne; Clive Hart, que vestía traje talar, probablemente respondiendo a un deseo fallido de haber sido profesor del joven James y quizá su descubridor; Hugh Kenner, el americano sofisticado que llegó y arrasó en la materia-Joyce. Aquella mañana todos ellos tenían los ojos acuosos. Era Bloomsday; cuando Ulises-Bloom decidió salir del número 7 de EccIes St. para introducir Dublín en la historia. El 16 de junio de 1904, cuando Joyce paseó por la playa con Nora Barnacle, la muchacha venida del Oeste -que nunca comprendió al genio, pero le acompañó a Zurich, Trieste y París- para convertirse en Molly Bloom, Anna Livia y tantas madres y amantes que acompañaron a Joyce hasta su muerte. Una historia entrañable de fidelidad entre dos Irlandas que quedó fijada en aquel 16 de junio, en el que Joyce hizo transcurrir su Ulysses.
Horas antes, cuando todavía el Green no había sido invadido por jovencitos rubios con gorra y gafas, de ojos impenetrablemente fríos por azules, tipo Stephen de la vieja Irlanda sentimental, Borges daba un paseo con José María Valverde. Ambos, invitados por el Gobierno, junto con una serie de escritores que darían un recital para cerrar las festividades: Enzensberger, Robert Sabatier, Marguerite Duras, William Empson, Salman Rustidie e incluso Doctorow. Parece ser que Borges habló de Chesterton y Swift y terminó su paseo higiénico entonando baladas irlandesas. Unas horas más tarde le encontramos en el pub O'Donaghue, famoso por su música celta: allí, sentado en un rincón, nos alababa las excelencias de la cerveza Guinness y continuaba sus excursiones por terrenos gaélicos. Le saludamos con reverencia; tiene la mano cálida.
Volviendo al Bloomsday, el día había comenzado muy temprano. A las 6.30 horas fueron muchas las radios que sintonizaron la onda media para escuchar la maratoniana retransmisión del Ulysses. Treinta horas non-stop siguiendo cada uno de los pormenores de la Odisea, en un trabajo excelente y meticuloso. Se hizo evidente que Joyce es todavía más música que palabra. Vimos a más de un peregrino -los había incluso con mochila y bastón- recorriendo los lugares sagrados de la epopeya cómica con expresión beatífica y los auriculares prendidos. Por la noche los encontramos exhaustos en el Cleary -que no aparece en Ulysses-, pero no habían conseguido perder la expresión seudomística que caracteriza a los que se inician en el culto joyceano. Su cansancio era comprensible. Tras el intempestivo madrugón, tuvieron que correr bajo la lluvia para asistir al desayuno preparado en Sandycove, en la torre Martello, donde Joyce vivió con Gogarty y donde recibió la humillación que le devolvió a las calles de Dublín en busca del mítico padre judío. La torre es ahora un museo de las más variadas misceláneas. Una madura americana intentaba comprarlo todo. Más tarde esperaba el pantagruélico desayuno de riñones, hígado, etcétera. Diversos hoteles ofrecían precios especiales. Entre ellos, el Ormond, que, desgraciadamente, ha sido redecorado. La mañana dublinesa era una topografía de olores. Dublín es una ciudad que sorprende y agobia al olfato.
Tampoco podía faltar la visita al pub Davy Byrne. Su publicano había decidido festejar el centenario dentro de la pura tradición: un vaso de borgoña y una bandeja de queso. Era gorgonzola. Desde el pub, y tras atravesar Grafton St., invadida por todo tipo de objetos recordatorios tipo Lourdes, hasta O'Connell Bridge, el nervio de la vida ciudadana. El Ulysses estaba en la calle. La Bloomsday Production Company había preparado una escenificación en el lugar del episodio de Las Rocas. Por fin podíamos ver a Buck Mulligan, Molly Bloom, Blazes Boylan y el padre Connell.
Mientras las autoridades oficiales se esforzaban por dar una acogida calurosa al mundo de las letras venido expresamente a Dublín, la fiesta estaba en la calle. Los jóvenes te ofrecían rosas junto al río y te deseaban suerte, y la majestuosa Siobhán McKenna rebautizaba el puente de Chapelizod con el nombre que siempre debió estarle adscrito: Anna Livia Plurabelle.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.