Sansón, una historia para el repertorio de Camille Saint-Saëns
Camille Saint Saéns (1835-1921), que escribió una docena de óperas de tema histórico (Henry VIII) y mitológico (Déjanire), permanece en el repertorio de hoy gracias a este episodio inspirado genéricamente en el Antiguo Testamento. La conocida historia se mantiene ¡con todos sus ingredientes: filisteos, filisteas, sumos sacerdotes, sesiones de peluquería al alba después de una noche de amor, columnas que se derrumban. Si arañamos un poco la purpurina que embadurna el envoltorio, lo bíblico queda reducido a un adorno del mobiliario.Sansón, a pesar de su aspecto, no es el hebreo fortachón que sucumbre a la tentación de la perversa, sino un cajista de imprenta (o un modesto empleado, o el encargado de un almacén de vinos, o el panadero de la esquina) que lleva, sí, probablemente, el pelo ensortijado, que, no hay por qué dudarlo, es famoso en el barrio por su musculatura (una Vez, aún se recuerda, levantó en vilo, sin visible esfuerzo, a madame Claude y a su hija, mademoiselle Fifi, la sombrerera), que era muy apreciado por su bondad (siempre había en su boca carnosa una sonrisa a punto) hasta que cometió el error (¿el error?) de enamorarse turbulentamente de una mujer, que no era para él. El tenía que haber seguido con Fifi, una chica estupenda, no sólo hacendosa y de moralidad impecable, sino francamente monilla (su naricilla respingona no encuentra competencia en la Rive Gauche), en vez de, encapricharse por la tal Dalila, una mujer mayor que él, que desprecia a los dos de su clase y deja siempre, al bajarse del cabriolé, un perfume insoportable, irresistible, a almizcle.
El embrujo de Oriente
Dalila es una mujer guapísima, de vida azarosa, que se conserva inverosímilmente bien y que reposa, languidece, se desmadeja en un piso esplendoroso decorado según la última exigencia de la moda, que, como es sabido, se interesa por repetir, por recrear el llamado embrujo de Oriente. El embrujo de Oriente, en cuanto nos olvidemos de las caravanas de dromedarios que se contentan con un oasis basado en la presencia de un charco y tres palmeras, resulta carísimo. ¿Quién puede pagar un vestíbulo flanqueado de columnitas historiadas, una alcoba cubierta de abundante alfombra, un mirador donde brota una acacia de verdad? Sólo los que recibían el extraño calificativo de "alto funcionario". Claro. Ahora se comprende todo. Dalila mantiene un piso así en su calidad de amante de un preboste del Ministerio de Instrucción Pública o, la propia Dalila no. podría asegurarlo, del Departamento de Salud Pública. También a ella le gusta muchísimo Sansón, el cajista. Tanto, que llega a sacrificar su comodidad de (otra curiosa expresión de la época) "cortesana de lujo", permitiendo, animando al pobrecito y fortísimo mocetón a destruir, en un arrebato, de ceguera, una vivienda que ha costado muchos, y muy laboriosos, pecados.
Cuando el bueno de Sansón se abraza a las columnas, ¿en qué: está pensando? ¿Qué materia palpan sus manos de uñas con restos de tinta, sus brazos acostumbrados a acarrear cajas de vinos? Conocemos la respuesta: se trata de; las columnas del templo de los filisteos. Sí, de acuerdo, siempre que identifiquemos al filisteo con el ilustrísimo señor Gaston Bernard y al templo con el tacto del pecho, la espalda, la cabellera, las piernas y la boca de Dalila, que el pobrecito enamorado estrecha por última vez antes de pudrirse, condenado injustamente en un calabozo del segundo imperio.
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