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Zuloaga en Granada

El Centro Cultural Manuel de Falla, de Granada, magnífica construcción de García de Paredes nacida al calor del modesto y diminuto carmen que el gran compositor gaditano habitó en la colina de la Alhambra, ha conmemorado el sesenta aniversario de aquel famoso Concurso de Cante Jondo de 1922, debido a la entusiasta iniciativa de un grupo de intelectuales y artistas, entre los que figuraban, con Falla, Fernando de los Ríos, Manuel Jofré, H. Giner de los Ríos, A. Ortega Molina, Fernando Vilches, Francisco Vergara y el joven poeta Federico García Lorca, a los que se adhirió con su apasionamiento característico el eibarrés Ignacio Zuloaga.Al telegrama responden con una carta casi delirante, firmada por todos ellos, el 24 de enero de 1922: "Todos sabemos que siempre había sido usted uno de los cabales, porque su pintura nos lo decía; pero ahora, después de los términos de su adhesión, tenemos la satisfacción de haber hallado nuestro papa...".

La conmemoración de ese concurso que -aunque terminó peor de lo que comenzara- dio sus cartas de nobleza a un arte, el flamenco, que hasta ese momento las clases cultas desdeñaban como vulgar y monótono, arte que ha inspirado algunas de las mejores páginas de Lorca y de Falla, ha sido patrocinada por la Delegación de Cultura del Ayuntamiento granadino de triple y muy satisfactoria manera: con una gran exposición de pinturas de Ignacio Zuloaga, gracias a la cooperación de los nietos del artista y de la Dirección General de Bellas Artes; con una serie de recitales que, bajo el título común de Encuentros Flamencos, han presentado en el auditorio del Centro a los mejores cantaores y bailaores de las ocho provincias andaluzas, con sus estilos característicos, comentados por sendos especialistas; y con la edición de la Correspondencia entre Falla y Zuloaga (1913-1939), conservada por la sobrina del músico María Isabel Falla y la nieta del pintor María Rosa Suárez Zuloaga, que han colaborado en su ordenación cronológica, y que, como escribe su prologuista, Federico Sopeña, "es el epistolario de dos grandes artistas; pero en él hay más, mucho más: un gran diálogo sobre la visión de España".

En este epistolario, Falla manifiesta su anhelo de "resucitar ese admirabilísmo canto, cuyo estilo puro desaparece de. un modo lamentable" (Granada, 13 de enero de 1922), a lo que responde inmediatamente Zuloaga con un telegrama y una carta (París, 19 de enero de 1922) en que afirma que "yo soy un entusiasta de ese gran arte. Desde muyjoven he tenido la afición y cuantas veces he podido escuchar lo he hecho con religiosidad. ¿Podrá usted creer que hasta he viajado, a veces, toda una noche a un día para asistir a una de esas juergas cañís que van ya desapareciendo? Y esto lo he hecho porque esa música me emociona y me hace vibrar. Yo sueño poder un día llegar a pintar jondo!!!'.

A través de esta correspondencia, cuya primera carta (Niza, 11 de marzo de 1913) es una consulta de Falla a Zuloaga en relación con el vestuario de La vida breve, nos percatamos de que el pintor vasco fue consejero y hasta colaborador del músico, para cuyo Retablo de maese Pedro realizó, en cartón piedra, unos muñecos de Don Quijote y Sancho que se exponen en esta ocasión, y a quien proponía temas para futuras composiciones, como La gloria de don Ramiro, de Larreta, que Falla no llegó a realizar.

En esta muestra de unas cuarenta obras de Zuloaga, una de las mayores celebradas hasta la fecha, se abarcan aspectos muy diversos de su carrera, desde la Fuente de Eibar, pintada en 1888, cuando el artista tenía apenas dieciocho años, hasta el Palco de las presidentas, de 1945, año de la muerte del autor y que ha servido de cartel de la exposición. Destaca la fuerza de Zuloaga como retratista, que sabe captar, de modo casi agresivo, la personalidad del retratado, Pérez de Ayala, Valle-Inclán, Marañón o los toreros Belmonte, Donlingo Ortega o El Albaicín; en lugar de honor figura el retrato de Falla ante un paisaje de la Alhambra y el Generalife; hago votos para que se quede para siempre en la biblioteca del Centro que lleva su nombre.

Un artista maldito

Un dibujo sobre lienzo, preparación posible de un gran retrato colectivo titulado Mis amigos, reúne las figuras, de tamaño natural, de Ortega y Gasset, Marañón, Baroja, Valle-Inclán y otros personajes de la generación del 98 (entre los que figuraba, en un principio, Unamuno, como prueba la pajarita de papel que hay sobre la mesa, junto al duque de Alba y un caballero anciano bajo cuyo camuflaje barbudo reconocemos a don Miguel), ante el propio Zuloaga, pintando, en un triple homenaje a Velázquez y Goya (cuyos precedentes son aquí bien visibles) y al Greco, cuyo Apocalipsis, joya entonces de la colección Zuloaga de Zumaya y en mala hora salido de España después de su muerte para serlo del Metropolitan Museum de Nueva York, sirve de fondo a la composición. Especial mención, por ser escasamente conocido y mostrar un Zuloaga serenamente velazqueño, merece el Autorretrato, que se pintó en Sevilla en 1897.

Hay, con ello, buenos ejemplos de aquella España, entre negra y amarilla, motivo de que la gente bien pensante considerase (ya desde que el jurado español de la Exposición Universal de París, en 1900, rechazase sus cuadros) a Ignacio Zuloaga como un artista maldito: aquella España literaria, pero a la vez pintoresca (y pictórica) de Nonell, Echevarría, Romero de Torres, Solana y el mismo Picasso, una generación de pintores que buscaban la raíz de su encendido patriotismo en una exacerbación de lo que Lafuente Ferrari llamaba la estética de la salvación del individuo.

De la Oterito descarada e impúdica hasta Gregorio el Botero, cachazudo y monstruoso, hay todo un muestrario de algo que los intelectuales cosmopolitas llamaban (y llaman) españolada: tardío brote expresionista de la España romántica, que ya va siendo tiempo de examinar.

Julían Gallego es profesor de Historia del Arte de la Universidad Complutense.

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