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Si comparáramos, sufriríamos menos

Salta el toro a la arena y nadie lo aplaude. Más bien, lo pita. Romanea al caballo y nadie se estremece. Así ocurre en Madrid, como seguramente debe ser. ¡Oh, sí!, cuando sale el toro de bella estampa estalla la ovación, no hay nada que objetar si corretea y embiste sin taras locomotrices, y la gente se pone en pie cuando la fiera acude de largo al caballo, brava y poderosa.Pero por otras plazas, si sale, como quien dice, la mitad del toro que en Las Ventas es habitual, causa asombro. Y no hay por qué irse a los pueblos. Sevilla o Valencia bastan para comparar. Como alguien dejó sentado que el toro recortadito es el único útil para que el toreo alcance la categoria de arte, ese es el que allí pasa los reconocimientos veterinarios.. Y salta a la arena. Y cojea tanto como el que: se rechaza desde el tendido madrileño, y no romanea nada, salvo por milagro, pues no tiene fuerza, pero además porque los caballos de picar visten petos gigantescos, complemetitados con los antirreglamentarios manguitos.

Si el aficionado de Madrid comparara, sufriría menos. La lidia de Madrid apenas se parece a la habitual en las restantes plazas. En todas partes la dividen en tercios, pero es por rutina. El de varas sobra y el de banderillas, tal como suele transcurrir, nadie comprende para qué sirve; acaso, para que un peón justifique el sueldo. Un aficionado de Madrid trasplantado a otros cosos, puede acabar de infarto. De eso se valen los taurinos para decir que el madrileño no entiende.

Al taurino que, como cronista cargado de máquina de escribir (¿o deberíamos decir al revés?), va de feria en feria, le complace esa fiesta de chundarata, donde toca la banda durante las faenas, no importa. que sean buenas o malas; palmotea la gente, los toritos son lo que ellos llaman dije y encima se caen sin que nadie vocee "¡palco dimisión!"; los picadores cobran un sueldo por darse un paseo en percherón forrados de hierro y sin practicar su oficio, hay orejas a espuerta, la presidencia no sabe de qué va el asunto y lo que le priva es que a su señora le den la mano los apoderados, o si no puede ser, el ayuda del mozo de espadas.

El sueño de los taurinos es que en Madrid fuera como en otras plazas. Es evidente que no puede ser, al menos de momento, pero no pierde las esperanzas quizá porque al abono le llaman feria. Para ellos, feria es sinónimo de pasteleo, de mangonear, de ponerse detrás ese reglamento que Madrid tiene: siempre delante. Tendrías que verlos por los vestíbulos de los hoteles que frecuentan, después de la corrida, jurando en arameo, distribuyendo descalificaciones -"¡Ese público no sabe!"-, proponiendo soluciones -"¡Se les manda a los guardias, y se terminó el cuento!"-, desfaciendo entuertos -"¡Con el disgusto que tiene el pobre Gitanillo de Currantiel!"-.

En ocasiones han pasado a la acción, con ciertos resultados. A lo-que más han podido llegar es a dividir la famosa andanada. Muchos de ellos se meten con Berrocal, pero a él se lo deben, que ejecutó la idea de ofrecérsela en abono barato a los aficionados de la tercera edad. Muchos de los andanadistas de siempre, como les hán ocupado la cátedra, andan desperdigados por el tendido, sacaron el abono donde les fue posible. Lo que puede ocurrir ahora es que se produzca el efecto de siembra y florezca el espíritu de la andanada por doquier, pues me nudos son. La fuerza de la protesta se encuentra ahora en el 7, que ha recibido refuerzos.

Comentan que en Madrid los aficionados van a los toros a sufrir. No es cierto dicho así, pero sufren, yo lo he visto y, ¿por qué no decirlo?, he sufrido también. Cuando el espectáculo tiene vitalidad, emoción, multiplicidad de incidentes, riqueza de matices, arte, y lo ves convertido en una aburrida blandenguería, dan ganas de llorar. De verdad que sí.

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