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Tribuna:Estampas de una década.
Tribuna
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Feria de Abril en Sevilla

Manuel Vicent

En Sevilla cada cosa está en su sitio: el duque en el palacio, el toro en el chiquero, el matador en el vestíbulo del hotel Colón, el limpiabotas a los pies del señorito, el turista en el coche de caballos, la gente en el paro, el jamón en la barra, el puro en la boca, el clavel en el ojal, la gitana pidiendo limosna, el polvo en la feria. Esto es una boda que tiene unos padrinos muy rumbosos, magnates de alta ganadería, aristócratas con mucho pergamino en el cajón de la cómoda, latifundistas hasta más allá del horizonte. El resto es el pueblo que empina el codo, da zapatazos en el tabladillo de las casetas y ondula las muñecas hacia los farolillos. Bajo un azul de golondrinas, Sevilla huele a zahones sudados y a elegante boñiga de jaca jerezana. Hay que llamar al duque.-¿Está el duque?

-¿Qué duque?

-El más alto y maravilloso.

-Un momento. No se retire.

Mientras la llamada de teléfono recorre los salones de palacio hasta llegar al nido de tapices entre bugambilias donde está él, un limpiabotas granadino en el cafetín de la calle Sierpes baila la conga alrededor de los tobillos de este que suscribe y le explica su caso.

-He venido a la feria a pasar fatigas.

-No será tanto.

-Esto es como la vendimia. O peor.

-¿Por qué?

-Por la competencia. Sólo de Granada hemos llegado doscientos limpiabotas a Sevilla. Además de mil personas que sólo vienen a pedir. Gente pobre, ¿,sabe usted? Lo malo es la noche, cuando cae el frío, y te quedas tieso como una palanqueta.

-Vaya por Dios.

-Yo duermo tapado con unos cartones de embalaje detrás de los carromatos de la feria, en la vaguada del ferrocarril. Tendría usted que verlo. Hay más de quinientos mendigos tirados en el suelo a veces llega la policía y nos echa los caballos encima. Y si alguien abre el pico, se lo llevan por delante. El año pasado unos señoritos prendieron fuego a aquello y tuvimos que salir a toda leche.

-Resista hombre, ya queda poco. No se desanime.

A media mañana la calle de Sierpes está bajo un sopor de churros y el ruido de las cucharillas de desayuno. Los turistas arrastran las patas hinchadas por allí entre gitanas con claveles, carteles taurinos, giraldas de plástico, sombreros de capataz, vendedores de lotería, retratos de la Macarena y banderillas ensangrentadas con mercromina para llevarse de recuerdo a Oklahoma. En el aire de Sevilla se oye un campanilleo de coches de caballos. Desde el cielo artesonado del palacio de las Dueñas vuelve ahora por el teléfono la voz de un criado de centralita.

-Oiga.

-Sí, dígame.

-El señor duque le invita encantado a tomar café a las cinco en punto de la tarde. A media mañana en el real de la feria hay una luz pastosa de resaca, las cubas riegan el albero y las furgonetas de reparto descargan hectolitros de manzanilla para reponer el nivel de los abrevaderos agotados. A esta hora los verdaderos señores duermen la mona según la tradición, mientras la servidumbre barre el pastizal de la juerga anterior. En la feria de Sevilla, si alguien está en pie a las once del día se puede decir que no es nadie, un turista rubio con plano, un guardia de la circulación, un repartidor de ensaimadas, un empleado de la funeraria en acto de servicio, un borracho extraviado que no logra dar con el hotel. Pero a esta hora tan intempestiva, mientras por el ferial se pasa la escoba, en la caseta del partido comunista ya están todas las mesas repletas de jornaleros sonrientes y recién lavados, alineados frente al fino San Patricio como en un bautizo. Unas criaturas bailan sevillanas al ritmo de palmas, que baten unas madres muy ibéricas. Un responsable sube a la tarima y pide silencio por el micrófono. A continuación, un camarada poeta va a recitar unos versos en honor de Dolores Ibárruri. La parroquia de cortijeros escucha el canto inflamado con un fervor de mitin. Es gente mayor, con el rostro rayado de grietas solares, que está dispuesta a aplaudir lo que le echen. En medio del jolgorio un campesino pasea entre las mesas blandiendo en el aire a modo de trofeo un llavero dorado con la esfinge de Dolores. Parecen muy contentos. Están en feria y hay que alegrar esa cara. De las novecientas casetas que componen este tinglado, sólo la del partido comunista está funcionando ahora. Se ve que los comunistas se toman esto de la alegría muy en serio.

-Camaradas, a continuación tengo el gusto de recitar para ustedes un poema en honor de Miguel Hernández.

-Olé mi niño.

-Que no decaiga.

La voz airada del poeta reparte caña a los capitalistas entre verso y verso, los primeros caballistas comienzan a llegar al real de la feria deshabitada, los turistas se asoman a las casetas vacías y una ligera bruma de albero, que levantan las batas de cola, dora el mediodía. Se ven casetas con consolas Luis XV, con cornucopias de pan de oro, arañas de 150 lágrimas, espejos barrocos, cuadros de ciervos abrevando, estampas de la Macarena. Todos los mitos estéticos de Andalucía, asimilados por el pueblo llano, están aquí. El geranio y la reja, el Cristo del Gran Poder y el cartel de toros, el farolillo, el encapuchado de Semana Santa y el brocal del pozo con macetas. Este es un rito de primavera que se ha levantado sobre una antigua feria de ganado. El escenario está dispuesto. Hacia la una dé la tarde el recinto va entrando en calor, en medio de un perfume de jaca. Los caballeros con zahones, el puro en la boca, el sombrero oscureciéndoles una oreja, el puño en la raíz del muslo, la espalda. arqueada, cabalgan con una moza en la grupa y se abren paso a galopadas entre el primer gentío. Hay en el aire un erotismo muy ganadero de refajo sudado. A esta hora en la feria se ve desde un tiro de mulas enjaezadas con borlas y escarapela de seda con los colores heráldicos de la familia hasta el medio penco alquilado a tanto la hora.

-¿Quien es ése?

-Un Terry.

-¿Y ése?

-Un Osborne.

-¿Y ese?

-Un Medinaceli.

-¿Y ese?

-Nadie.

Hay desconocidos que cabalgan con una elegancia innata del Sur. Van tan tiesos que te pueden dar el pego. Lentamente la feria coge una gran densidad caballar con todos los alardes varoniles en danza. Es un bello paseo de exhibición lleno de pavoneos de macho. El día está hecho para estos gallos de botos enterizos. La feria de noche pertenece a las hembras.

-¿Y los duques de Alba?

-Hoy no han salido a montar. El palacio de las Dueñas está en el casco antiguo de Sevilla. No sabría explicar lo fas.tuoso que es. Baste con decir que si al establo de las mulas, tal como está, lo trasladaran a un ba o del barrio de Salamanca, sería el bar inglés más elegante de Madrid. El, palacio tiene siete patios con palmeras, limoneros, cipreses, paredes con bugambilias y rosales rampantes hasta el tejado. Un amable servidor abre la cancela.

Entre setos, macizos de hortensias y madreselvas, por un camino dorado con albero, se llega al primer zaguán abierto, blando de esteras, coronado con cornamentas y trofeos de caza, que da entrada al patio mudéjar. El criado va delante. Hay un silencio de mirlos y fuentes que se derraman en las tazas, una claridad matizada de fresa entre los arcos aijimiados. La amplia escalinata de madera y azulejos lleva a la galería, amueblada con tresillos, mecedoras, mesas, jarrones del siglo XVIII. El criado señala una butaca.

-Espere aquí, por favor.

-Gracias.

-El señor duque no tardará en salir.

El duque de Alba está posando para un retrato de Enrique Segura, abajo, en un gran salón artesonado, a la luz tamizada de una cristalera que da a un patio de limoneros. Son las cinco de la tarde, un día de feria de abril en Sevilla. ¿Puede haber algo más fino en cien kilómetros a la redonda que tomar café en el palacio de las Dueñas? En esta reserva sagrada, guardada por dos lecheras de la policía en la puerta, hay una solidez de siglos, sombreada por lienzos de Caravagio. La brisa hace hervir levemente las bugambilias, y los cipreses cuajados de gorgoritos cabecean entre columnas de mármol. Así que ya me dirán. De pronto aparece él por el fondo de la galería. El duque de Alba lleva un traje azul pálido, unos zapatos con mezcla de cuero y lonilla color hueso, viene con medio puro engarzado en sus dedos de ave y sonríe con una felicidad preternatural, propia de un paraíso que está escriturado, sellado y lacrado en el pergamino. Un camarero de chaquetilla blanca y cuello azul sirve el café en tazas de la cartuja sevillana. Esta es una visita de cortesía, como la del aficionado al gótico que echa un vistazo a la catedral, como la del taurino que rinde tributo a la plaza de la Maestranza. Había que hacerlo. Mientras uno trata de rizar el dedo meñique al elevar la taza a los labios, se habla de libros, estirpes, árboles genealógicos, encuadernaciones, testamentarías decimonónicas, restauraciones de cuadros, de todo eso que comenta la gente fina.

-Sabes que en este palacio nació Antonio Machado.

-Ya.

-Mi suegro mandó poner unos azulejos ahí en el corredor del patio.

-Lo he visto.

-Fue el primer homenaje que se rindió a Machado después de la guerra.

-Ya.

-Don Antonio debió de nacer en una de estas salas de la derecha. Su padre no era un servidor de la casa, como se ha dicho. Sencillamente un antepasado de mi mujer, en el siglo XIX, dejó de habitar el palacio y alquiló todo este lado a gente particular. El padre de Antonio Machado fue uno de los inquilinos.

Gorriones en el limonero

A uno en su lujuria le gustaría contemplar un espectáculo insigne. Hoy es un día de abril en Sevilla. La feria se va calentando, el cielo está resplandeciente como el ojo de un pez, los gorriones de la casa de Alba cantan en el limonero y las cosas están en su sitio: el duque en el palacio, el toro en el chiquero, el limpiabotas a los pies del señorito, el turista en el coche de caballos, la gente en el paro, el jamón en la barra, el puro en la boca, la flor en el ojal, la gitana pidiendo limosna, el polvo en el real de la feria. Reina en Sevilla un orden ontológico, esa proyección filosófica del ser como resultado del haber. A uno en su lujuria le gustaría ver a Jesús Aguirre, duque de Alba, vestido de corto, con zahones, botos de anca de potro y sombrero ligeramente ladeado sobre su frente de intelectual de la escuela de Francfort.

-No es posible.

-Vaya por Dios.

-Nadie en el mundo me verá vestido así.

-Es una lástima.

-En compensación te puedo enseñar el palacio.

Son salones, lienzos del siglo XVII, jarrones, escaleras, artesonados, capillas, cuadras, vanos gráciles con un fondo de cipre- Pasa a la página 12 Viene de la página 11 ses, limoneros, rosales, bugambilias cuadros de Pannini, criados que se ponen de pie con una reverencia teológica cuando pasa el duque, óleos de Zuloaga, fotografías dedicadas por reyes, bancos de azulejos donde se sentó la emperatriz Eugenia de Montijo, camas con baldaquino que un día recogieron el sueño de algunas princesas más criados en cada punto estratégico, habitaciones acicaladas para los invitados que van a llegar. En el palacio de las Dueñas hay un par de títulos por metro cuadrado. El señor duque baja ahora al comedor de la servidumbre, y la visita inesperada deja de piedra a dos viejas criadas que están tomando el postre.

-No se levanten, háganme ese favor.

-Señor duque.

-Sigan ustedes como están.

-Señor duque.

-Por Dios, no se muevan.

-Señor duque.

Un escalofrío de respeto ha sacudido la raspa de las viejas criadas. Ahora siguenmás salones, cuadros de Basano, cornucopias, muebles de palosanto, todo en perfecto estado de revista, con esa palpitación de algo vivo, con el plumero recién pasado Hay más patios. Hasta siete, con rumor de fuentes, vuelo blando de mirlos y una brisa perfumada que te acaricia el lóbulo de la oreja. En un saloncito con una luz filtrada a través de las bugambilias está el pequeño tablado donde la duquesa Cayetana baila flamenco todos los días de doce a una. Allí se ven dos sillones con asiento de esparto. Uno es para Enrique, el Cojo, que es un anciano bajito, gordo, con sonotone, y cojo como su propio nombre indica. Es maestro de flamenco. Lo ves, como dijo aquél, y parece que te va a vender una gamba, pero de pronto echa a volar una paloma de cada mano y el duende te araña la coronaria. La otra bu taca es para el guitarrista que llaman el Poeta. Aquí se dan clases todos los días.

-¿La duquesa no monta en la feria?

-Hoy no. Tal vez mañana. Depende de cómo se levante.

-Vaya.

-De pronto, a las doce decide que le apetece montar en la feria. Entonces vamos hasta allí en coche de mulas enjaezadas con los colores de la casa de Alba, azul y amarillo. En la feria tiene los caballos a punto. Yo la sigo en el coche por el real.

Gigantesca boda de primavera

La salida de los duques de Alba hacia la feria es un rito precedido Por carreras de criados ornamentados, de palafreneros mudos, con una gravedad humilde que deja ver cierto empaque. La duquesa Cayetana va vestida de sevillana. El tiro de mulas arranca desde el patio de palacio, y en la calle espera el vecindario, con un silencio de procesión, para ver pasar la comitiva llena de cascabeles de mulas de muchísima raza.

La feria de Sevilla es una gigantesca boda de primavera que tiene sus ritos marcados. Por la mañana cualquiera que se precie debe dormir la borrachera anterior. Al mediodía hay que abrir el ojo arañado. Hacia las dos se da uno el garbeo viril cimbreando la caderita de vaquero encima de un caballo con una mujer en la grupa que te puntee con los senos la espalda. Para las seis está la Maestranza. Un puro en la boca, un clavel en el ojal, el traje de alpaca, y mientras en el ruedo normalmente sucede una cosa costrosa, uno se puede entretener descifrando los cogotes ilustres de los que están sentados en la barrera de sombra. Aquel pescuezo brillante es de un Domecq. Aquella nuca es de un Guardiola. Aquellos rizos son de un Murube. Y así sucesivamente. La plaza de la Maestranza tiene unos silencios profundos como de aula de filosofía. Por encima del tejadillo se ve la espadaña de la Giralda.

El resto es la fiesta popular propiamente dicha. Una forma de bacanal colectiva con un millón de seres bailando en el interior de las casetas, bebiendo vino hasta que te recoja la grúa. El baile por sevillanas es un juego erótico en que la hembra tienta al macho zureando a su alrededor. Todo queda en eso. En una teoría caliente de miradas. En un amago de entrega que se hurta en el último instante. La feria de Sevilla ya no es como antes, cuando la única diversión consistía en ver cómo se divertían los señoritos por los entresijos de las cortinas echadas. Ahora hay quien se pasea por la feria a lomos de un pollino proletario con gran espanto de una minoría selecta.

El pueblo ha invadido el antiguo rito. La feria comenzó en un mercado de ganado en el siglo pasado. La aristocracia impuso sus gestos hasta hace algunos años. Ahora la masificación está a punto de dar un salto cualitativo. Una multitud compacta que baila sin parar hasta la madrugada en caseta propia ha roto el viejo molde. En Sevilla están ahora todos los aristócratas, limpiabotas, políticos, patronos, gente de medio pelo, obreros en paro, mendigos en horas extraordinarias, pobres de polígono industrial bajo el color deslumbrante de una ceremonia masiva. Hay una carga erótica en todo el ajo. Pero la cosa tiene aún un punto contenido, una horma secular que impide dar salida al muelle. Cualquier año de estos puede saltar. El limpiabotas granadino baila por sevillanas en torno a los zapatos.

-He venido a la feria a pasar fatigas.

-Resista, hombre. Ya queda poco.

-Esto es como la vendimia. O peor.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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