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Carles Santos: la música y su doble

Vicente Molina Foix

El concierto-espectáculo que Carles Santos ofreció el pasado viernes en el Instituto Alemán fue un acto cabalmente extraordinario. Acomodado el respetable en sus asientos, Santos sale al estrado y pronto introduce el carácter escénico de su intervención; lleva camisa roja y se prepara a un trance, absorto ante nosotros y dándole la espalda al piano de cola, que permanece abierto, como un tótem marchito, esperando las manos, mientras el pianista empieza a hacer música usando su garganta.Porque lo que ofrece Santos, dividido en tres partes, no es un concierto al uso, sine, una performance que engloba la música y el happening, el body art y el cine, la convulsión oracular y el recitado, para al final darnos, como revelación o remuneración, las bellísimas piezas de piano que él compone y ejecuta.

El crescendo no parece casual, sino articulado como vía de ascesis que, desde el despojamiento y la provocación gestual, nos lleva al punto muerto de la música. Así, en primer lugar, Santos nos deleita con gorgoritos y vocalizaciones, con sones y chasquidos que, con todo, dependen de unos patrones rítmicos, de armonías oblicuas. Es la fase infantil de la música, el capricho bucal, subrayado por las rimas y nanas en catalán que surgen de improviso, con ecos de Joan Brossa (cuyas actions-espectacles tienen que ver con estas actuaciones). En la segunda parte, una pantalla adjunta proyecta un breve vídeo de Santos al piano como un hombre-orquesta de mil caras: a cada acorde de su fascinadora sonata repetitiva, el artista cambia de disfraz, pasando -en una exhibición de talento histriónico- de dama encopetada a payés catalán, de astronauta a torero, y de ahí a valkiria, a militar y a hetaira.

Y viene el tercer acto. La fase ya madura, de aceptación del cuerpo y empleo de las manos, y en la que Santos, tan virtuoso instrumentalista ahora como lo ha sido siempre tocando a los demás, nos ofrece al piano unas composiciones musicales de procesos graduales (en la onda de las piezas modulares de Glass o Steve Reich) de gran riqueza tímbrica y belleza sonora. Diríase que el músico, guiando a su público en esa andadura del camino artístico, necesita del juego, del azar y la máscara para llegar al arte. Que, alcanzado, volverá a diluirse. Porque Santos, en un furor heroico que se nota sincero, insiste en sus voces, manotea y parodia, y acaba abalanzándose sobre el piano abierto, reptando entre sus cuerdas.

Concierto y espectáculo, gran ópera y monólogo bufo, que extiende y al mismo tiempo minimaliza con ingenio las variantes musicales del performance-art de Kagel o el tándem Bob Wilson-Philip Glass. Ahora que Santos, tras una fecunda etapa neoyorquina, ha vuelto a instalarse en España, ojalá tengamos ocasión de seguir más de cerca y con mayor frecuencia los pasos sin compás de este excelente músico.

Vicente Molina-Foix es novelista y crítico de cine.

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