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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Lo que pudo ser Frei

EDUARDo FREI representó en Chile el intento de repetir el papel moderador de las democracias cristianas en la Europa de la posguerra, de las que aún queda el residuo impotente y maltrecho de la italiana. Trató de hacer la revolución en la libertad, adecuando así esa moderación a las condiciones de un país latinoamericano que, aun no siendo de los peores tratados por la miseria y la desigualdad social, tiene condiciones intrínsecas que requieren un cambio profundo en la distribución de la riqueza. Frei estuvo siempre ligado a la Iglesia católica: en su universidad hizo la carrera de Derecho y sobre sus enseñanzas y su estructura llegó a ser presidente de la Federación de Estudiantes Católicos. Como tantos otros políticos mundiales de la misma extracción, creyó ver en la Rerum Novarum, en las ideas de Marc Sangnier y Jacques Maritain una posibilidad de política activa; trabajó dentro del partido conservador, pero vio cómo una parte de él se iba a la extrema derecha, a la Falange Nacional (que tomó el nombre y los procedimientos de la Falange Española); se separó y fundó el Partido Demócrata Cristiano en 1957; lo convirtió en un gran instrumento político, con ambiciones reformistas, y con él llegó a la Presidencia en 1964: era ya una alternativa -la única- al Frente de Acción Popular de Salvador Allende.Sus seis años de Presidencia no consiguieron llevar a la práctica su programa cristiano: la chilenización del cobre, la reforma agraria, el plan de viviendas, la reducción del analfabetismo y la escolarización fueron objetivos emprendidos, pero no acabados. Dejaron al pueblo con la necesidad de más y con la sensación de que ese más era posible y no debía encontrarse con la resistencia oligárquica. Fue esa sensación de lo posible y esa necesidad de lo urgente las que condujeron al poder a Allende en septiembre de 1970. Unas elecciones en las que ya planeaba, incluso en forma de chantaje, la amenaza de un golpe militar y algunas actuaciones mortíferas de la Falange y otras fuerzas de extrema derecha. Sin embargo, la Democracia Cristiana de Frei, con 78 escaños -de un total de 200- y con alianzas más a la derecha aún, tenía un papel de árbitro de la situación. Optó por dejar presidir a Allende -el Congreso debía decidir entre él y el conservador Alessandri, ninguno de los cuales había obtenido la mayoría absoluta- a cambio de un pacto común por el que exigían a Allende que la reforma constitucional la hiciera por consenso y que respetase todas las libertades. Aun así, no votó en el Congreso a Allende hasta que la situación llegó a un extremo grave, con el asesinato, por la extrema derecha, del general Schneider (legalista). De esta forma, Frei creyó que podría gobernar con la presidencia de otro. Desde el Congreso, desde los poderes de la Prensa y la radio que dominaban -por el capital y por la instalación de siete años en el poderla Democracia Cristiana desprestigió continuamente a Allende y a su régimen; le acusó de violar la Constitución y las libertades. La Democracia Cristiana chilena fue perdiendo la moderación que tuvo cuando ejercía el poder; se fue dejando dominar por el ala más derechista. La Iglesia la apoyó continuamente, y también el capital nacional y extranjero, que temía las nacionalizaciones. Los programas de Frei no pudieron apenas llegar a la práctica: estaban bloqueados y dominados.

En estas circunstancias llegó el golpe militar. No llegó solo: se fue produciendo, estimulando. Probablemente, Frei, y sobre todo sus colaboradores, llegaron a creer que era la única manera de desmontar a Allende, y que el golpe -con cuyos actores principales negoció extensamente- se limitaría a poner orden y a devolver en un plazo más o menos corto el poder a los civiles: a la derecha, a la Democracia Cristiana. Se equivocó. Sufrió la suerte clásica del aprendiz de brujo de la leyenda: desató unas fuerzas que él mismo no supo luego, no pudo nunca, volver a dominar. creyó -se lo dijeron, lo dijo él mismo- que era una "personalidad en la reserva", un hombre fundamental por encima de partidos y querellas, al que se acudiría para "salvar al país". Aun en los primeros momentos, mientras sus superiores de la Iglesia bendecían al general Pinochet y a sus hombres y celebraban tedéums de júbilo y gratitud en las catedrales, Frei aprobó el golpe al que había ayudado a configurarse. Las primeras oleadas de sangre le hicieron cambiar de actitud: ejerció la protesta y se encontró con que ya no era nadie, ni se le respetaba ni se le atendía. Los militares se lo explicaron claramente; y aunque su partido nunca fue perseguido con la saña criminal con que se agotaron los que formaban el frente de Unidad Popular, quedó tan prohibido como los demás, tan al margen como los demás. La maquinaria se movía por sí misma y no le necesitaba. Frei ha intentado por todos los medios durante estos años hacer volver a los militares a los cuarteles y restaurar una forma de democracia, aunque fuese vigilada, en su país. Era ya tarde. Sus últimos sobresaltos de conciencia, y hasta los intentos de expresión de libertad que se han producido en su entierro y en la infinidad de funerales que le ha dedicado la Iglesia en todo el país y a todas horas, le hacen digno de un respeto póstumo. Pero Chile hubiese sido otro si Eduardo Frei hubiese sido capaz de mantener al país en la legalidad y si hubiera exigido a sus colaboradores civiles y a sus interlocutores militares el mismo respeto a la Constitución, a las libertades políticas y a las de Prensa y reunión que exigió a Allende, al cual no le valió de nada respetar el acuerdo. A Frei, al menos, le ha servido para morir en la cama.

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