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La suma de Octavio Paz

Hubiera sido lógico que, de intentar echar a pique la figura de Octavio Paz a raíz de serle concedido anteayer el Premio Cervantes de Literatura, se esgrimieran razones literarias, aun manejadas rudamente por los cultivadores del tremendismo más trivial o por los solidarios de la chochez ripiosa. El método de ataque ha consistido, sin embargo, en desenterrar las opiniones políticas menos desconocidas de Paz con el tontuelo frenesí de aquel que piensa denunciar en la plaza pública un pecado secreto.Lo cómico es que el autor de Ladera este no ha ocultado jamás un juego en tal terreno: «La poesía no ha encarnado en la historia, la experiencia poética es un estado de excepción, y el único camino que le queda al poeta es el antiguo de la creación de poemas, cuadros y novelas. Sólo que este volver al poema no es un simple retorno ni una restauración. Cervantes no reniega de Don Quijote: asume su locura, no la vende por unas migajas de sentido común». O, dicho en verso, igual cantar: «La verdad / es el fondo del tiempo sin historia».

Es cierto que en los ensayos no estrictamente literarios de Octavio Paz, a partir de su célebre obra titulada El laberinto de la soledad, hay un fluir constante de reflexiones donde a menudo la osadía del impulso se halla muy por encima del logro venial. Libros como Corriente alterna, sobre todo en su parte tercera, o El nuevo festín de Esopo, alimentan aventuras mentales tan discutibles como de corto vuelo. Otras prosas sucumben en la desazón de conectar a toda costa con la modernidad. Pero nadie puede negarle a Paz ese talento crítico que rebosa, por ejemplo, en Cuadrivio cuando estudia apasionadamente la obra de Rubén Darío, Ramón López Velarde, Fernando Pessoa y Luis Cernuda. Dichos altibajos, que suelen obligarnos a una esquizolectura trepidante, configuran un paisaje rico en sorpresas, interrogantes críticos y polémicas sugerencias. Es decir, trátase de un material propicio a la discusión, como en México lo ha demostrado el escritor Carlos Monsiváis a la hora de criticar, desde la izquierda inteligente, el pensamiento de Paz.

Tal vez la imagen menos grata del gran poeta mexicano resida en su incapacidad para encajar la crítica que él tanto ha aconsejado. O en consentir el piropeo sistemático de sus fieles de todas las geografias en el interior de revistas como Plural, ayer, y hoy Vuelta, dirigidas por él, donde este latiguillo tragicómico se desliza a propósito de lo divino y de lo humano: «Como bien dice Octavio Paz ... ». Para decirlo todo, sus imitadores son tan insoportables como los que antaño bailaban al son de Lorca.

El propio Paz, en fin, de cuando en cuando, parece parodiarse con blandura. Queda, no obstante, lo que merece con plenitud, sin siquiera considerar el académico dilema completado por Rafael Alberti, una obra poética fascinante. Paz es el autor de esa obra, cuyo centro tal vez repose en el bellísimo poema de Piedra de sol, comparable no con degradantes concursantes coyunturales, sino con los mejores creadores en lengua española de todos los tiempos. Esa evidencia mal puede alterarla una declaración política, como, en el caso de Quevedo, un pensamiento reaccionario no impidió una escritura revolucionaria. En Paz, la suma es lo que resta, su escritura: «La huella de los dientes de la vida, / el sello de los ayes y los años, / el trazo negro de la quemadura / del amor en lo blanco de los huesos».

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