Vargas Llosa en La Habana: un recuerdo
Fue allá por 1965 o 1966. Mario Vargas Llosa se encontraba en La Habana, si mal no recuerdo, invitado por la Casa de las Américas a participar como jurado en su concurso literario. Hacía poco tiempo que había recibido el premio Biblioteca Breve por su novela La ciudad y los perros, y el libro fue leído en Cuba con avidez. Había constituido un éxito tanto de público como de crítica. Entre los escritores se comentaba con admiración.Vargas Llosa había viajado a Cuba en compañía de Carlos Barral, y por igual el talentoso poeta y editor barcelonés, así como el novelista peruano, ya camino de la fama a pesar de su juventud, estaban satisfechos de su estancia en la isla. Aún no habían descubierto la realidad de la revolución y eran, como la gran mayoría de los intelectuales del mundo por esa época, defensores de ella, si bien con una adhesión mesurada y lúcida no exenta de su costado crítico. O más bien era que la revolución todavía no había enseñado su verdadera faz. Cierto que se había declarado socialista en 1961 y adscrito ideológicamente al marxismo-leninismo; mas para muchos, aún conservaba el perfil de una revolución sui géneris, de un socialismo americano en libertad. Tal vez un poco el pan sin terror del que habló Fidel Castro en los albores de 1959. Por lo menos, esa era la imagen que de ella se ansiaba retener. Tendría que sobrevenir el año 1968, y con él el respaldo cubano a la invasión rusa de Checoslovaquia, para que ese rostro esperanzador empezara a cuartearse. El encarcelamiento del poeta Heberto Padilla en 1971 y la abierta presencia del dogmatismo, consumarían su neta fractura. Cuando menos, en el campo de la cultura.
Con este motivo, es decir, la excelente acogida que La ciudad y los perros había tenido en Cuba, la Casa de las Américas convocó a un café-conversatorio para debatirla. La popularidad y el prestigio de autor y obra se pusieron de manifiesto esa noche. No cabía ni un cuerpo más en la no reducida biblioteca de la institución cultural. Y se habló larga y elogiosamente del cautivador relato que describe el mundo del colegio militar Leoncio Prado, insistiéndose en su sólida estructura, en el dominio y precisión de su lenguaje y tal vez, muy especialmente, en su virtuosismo técnico. Era sorprendente que un escritor tan joven y tan bisoño en el arte de narrar exhibiera una capacidad técnica tan magistral.
No recuerdo con exactitud (por el contrario, muy vagamente) las intervenciones. Pero sí retengodos momentos de las mismas: la confesión de un escritor de que había leído la novela ocho veces y, por supuesto, lo que yo dije. De esto último voy a hablar. A Cuba había llegado la noticia de que los directores del plantel castrense, indignados por lo que en la novela se decía (o se revelaba o se recreaba) del centro de estudios que regentaban, habían hecho una pira con ella. La incineración de los ejemplares había tenido lugar en el patio del colegio y en presencia de los alumnos. Yo basé mi intervención en este hecho. Dije que nada probaba mejor el contenido denunciador, revolucionario del libro que el auto de fe que se había montado en el Leoncio Prado. Quemaban el libro porque, a su vez, el libro hacía arder a los militares, y con ellos, a todos los militaristas.
Vargas Llosa me escuchaba con atención, pero me parecía que con un poco de escepticismo. Yo creía haber descubierto un argumento invulnerable para exaltar el valor de su novela desde una perspectiva política, pero la expresión de su rostro me indicaba que él no me secundaba. Y, en efecto, así fue. Cuando le tocó hablar me echó encima un cubo de agua fría. Cortesmente me agradeció mi tesis, mas añadió que los militares del Leoncio Prado no habían quemado su novela porque temieran que ésta fuera a desmoronar el colegio que dirigían, sino simplemente porque en América Latina no estábamos acostumbrados al lenguaje crítico. En Europa, La ciudad y los perros no habría tenido la menor Importancia, esto es, la reacción contra ella hubiera sido distinta. De hecho, allí se escribían obras más demoledoras de instituciones políticas, militar es, religiosas, y a nadie se le había ocurrido prenderles fuego. La crítica, por más virulenta que fuese, formaba secularmente parte de un juego dialéctico: el de la inteligencia, tal vez. A él -terminó benévolamente, creo que mirándome- le hubiera gustado mucho concordar conmigo, y que su obra efectivamente tuviera la carga dinamitera que yo le achacaba, capaz de volar no sólo el Leoncio Prado, sino todo el nefasto militarismo latinoamericano. Pero por desdicha no era así. Se trataba tan sólo de un libro.
A pesar del enrojecimiento de entonces de mis orejas, Mario Vargas Llosa me dio una lección que no olvidé: no hay que exagerar el alcance de la literatura. Es algo así como buscarle cinco patas al gato.
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