A quien nos devolvió la dignidad con el verbo
«El que esta espantosa aventura de los humanos que llegan, se ríen, se mueven, y de pronto ya no se mueven, el que esta catástrofe que les espera no les vuelva más tiernos y compasivos los unos con los otros, esto es lo increíble».
(0 vous, frères humains)
Mi viejo y venerado maestro:
Siempre escribía usted «desde lo alto de su muerte próxima». Tal lúcida e intensamente vivía usted su muerte, que acabamos creyendo que había ocurrido ya en un remoto pasado, y la verdad: ya no la esperábamos.
Puede que su muerte sea una lección: estos últimos años, yo me fui alejando físicamente de usted; las ambiciones, los placeres, todo el vano rumor de los trabajos y los días, todo lo que usted tan implacablemente describe en sus libros, me acaparaba, e insensiblemente me iba pareciendo a algunos de sus personajes.
(¿Una farsa, también, esta carta que le escribo y que usted jamás leerá -muerto, está usted muerto-, dirigida en realidad a los lectores de un diario? ¿Puedo en verdad creer que a ello me autoriza la admirable carta de 222 páginas que escribió usted un día para su madre muerta ... ?).
Que extraño: estuve justamente pensando en usted la semana pasada, cuando se atribuyeron los premios Nobel. El de Literatura, el otro gran escritor sefardita, Elías Canetti. Y el de la Paz, para el Alto Comisariado de Refugiados, organismo en el cual usted desempeñó altas funciones después de la guerra. Fue usted el inventor del «pasaporte apátrida» (idea magnífica, idea de poeta) y puedo atestiguar que sentía usted más orgullo por aquello que por toda su obra literaria.
Pero dejemos las medallas, condecoraciones y baratijas a sus Valeureux. Usted era Solal, el Solitario y Soleado.
Toda una concepción de la vida judía muere también con usted. Isaac Bashevis Singer, para la «Y dishkeit», y usted, en el ámbito sefardita, eran los dos últimos que nos hablaban del gueto: los dos últimos grandes escritores judíos de la Diáspora, del mundo anterior al Estado de Israel.
Toda gran obra surge de una escena primitiva (la madalena de Proust, el estado de naturaleza de Rousseau...): la suya fue, en el día de su décimo cumpleaños, el encuentro con un vendedor ambulante antisemita; su primera cita con el odio... Todo el resto de su vida se desarrolló bajo el signo de la nostalgia de la comunicación: ¿Cómo convencer a los malvados y arrancarles «los colmillos del alma»? ¿Cómo reintegrarse en la sociedad humana y recobrar la comunión feliz de la infancia?
Su obra tan extraordinariamente diversa (obra de moralista y de poeta lírico, novela, drama y epopeya, confidencia e imprecación) insistente, sin embargo, hasta la machaconería («como los profetas», solía usted decir con una sonrisa no tan ingenua), se propone una sola meta: denunciar la universal «balbuinería», el culto de la fuerza brutal, origen y motor de toda actividad humana, y la hipocresía del idealismo.
Nadie mejor que usted supo ligar la meditación más desesperada y menos complaciente sobre nuestra condición, con la risa enorme y devastadora (no sólo la ironía, la sátira o el escarnio masoquista, sino la risa inocente y alegre del eterno adolescente que sabe que «el día del beso sin fin llegará»).
Nadie mejor que usted amó tan apasionadamente a la mujer (usted que, pasados los setenta años, escribió algunas de las páginas más sensuales de la literatura francesa), y nadie al mismo tiempo condenó más radical, lúcida y ferozmente la mentira y el sufrimiento del amor. Extraño Don Juan, que las seducía a todas, con rabia y humillación, porque «no son antisemitas cuando se enamoran». Ellos no lo entendieron, claro. Dijeron que usted se pasaba, que era misógino y reaccionario. Usted les dejaba decir...
Para luchar contra el antisemitismo, inventó usted la estratagema más audaz e inaudita. En vez de escandalizarse con la caricatura que esgrimian los que nos odiaban, o de dejar ver su pesadumbre (esto lo reservaba usted para sus escritos íntimos), en sus novelas hizo usted una cosa asombrosa: aceptó usted la caricatura, exageró incluso el trazo hasta lo insoportable. Sus judíos son más fanfarrones y mentirosos, más pícaros, cobardes, avariciosos, capitalistas, bolcheviques, millonarios y harapientos que los de Maurras, Celine y los Protocolos reunidos. Pero usted les había insuflado un alma. La galería de monstruos, el museo de los horrores, nos lo hizo visitar por dentro. Con genial insensatez, reivindicó usted la caricatura «y he aquí que la caricatura se tornaba sal de la tierra» (Hubert Juin).
¿Cómo agradecerle, Albert Cohen, el habernos devuelto la dignidad, no con las armas, sino mucho más puramente, con el verbo? En los tiempos del holocausto, este vino loco de esperanza y de estima propia, fue usted quien nos lo escanció. Usted que decía que los judíos no son un invento de Dios, sino todo lo contrario: Dios es un invento de los judíos, ese Dios que usted reverenciaba sin creer en él («Dios existe tan poco que me avergüenzo por, él»).
Más que cualquier otro escritor, quizá usted confiaba en las palabras y creyó que con ellas se podía extirpar el mal. Usted fue quien me reveló una tarde en Ginebra este aforismo de Freud, que bien podría resumir su vida, Albert Cohen, y su loca ambición: «Cuando alguien habla, es de día»..
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