Tertulia de tarde con Santiago Ontañón
Este que ves aquí, con la papada de cardenal y la calva color sobrasada, el vientre de bodega y los párpados hinchados rozando los lentes como un limpiaparabrisas, todo a un punto del estallido general. es Santiago Ontañón, escenórafo. Nació en Santander en 1903. Y ya era gordito y simpático cuando Ilegó a Madrid, a los ocho años, con su padre, madre y seis hermanos más. Entonces, por la Castellana, todavía bajaban pastores comiendo pan de higo como en la biblia, mezclados con señoritos mauristas que leían los chistes de Gedeón en el tranvía. Nada se sabe de su infancia y adolescencia sino que se educó en el colegio Hispano-Americano de la calle de Jorge Juan: en los yesares de Ias afueras y no terminó el bachillerato. Su padre era director gerente de la Telefónica, con cierta categoría, un sueldo de risa y la familia, numerosa, toda de buen comer.-Mi rumbo se fijó una tarde de domingo, cuando me dejaron castigado y para no aburrirme me dio por pintar. Tenía una caja de acuarelas y en unos tarjetones de no sé qué comencé a pintar fruta, mucha fruta, melocotones, peras, manzanas. Y luego, por la noche, llegó inevitablemente esa cosa de la familia que dice: ay, mira, mira, pero qué bien están estas peras, qué maravilla, parecen de verdad, este chiquillo tiene condiciones. Y me hicieron la maldad. No sé por qué se decidió que tenía que ser pintor. Y como entonces la obsesión consistía en ponerse una chalina para irse a París, total, que en 1920, a mis diecisiete años. me puse la chalina y me fui a París con una carta de recomendación de Romanones para el embajador de España, señor Quiñones de León. Con una caradura inmensa me presenté en la Embajada y allí estaba de secretario un canario muy fino, Luis Dorestes, amigo íntiimo de Beltrán Masés, que era entonces el pintor de moda un catalán muy simpático que vendía cuadros como si fueran goma para los paraguas. Su clientela eran señoras riquísimas, había retratado al príncipe de Kapurtala, pintaba mujeres de Ojos verdes fosforecentes, de bocas moradas con un fondo muy azul. aunque no era tan malo como se decía. Beltrán Masés me recibía los sábados en su estudio. En cierta ocasión, hice unos dibujos bastante horrl bles, unas cabezas de mujer tipo Néstor. Le gustaron y se los dejé. él les dio unas patinas y un buen día recibí 5.000 francos de aquella época y una carta suya que decía: «El barón de Rothschild ha visto los dibujos y los ha comprado. Te felicito». Lo tomé como un espaldarazo. En seguida escribí a la familia para notificarle que había triunfado en París. Pero ya no vendí nada más aunque seguí en el ambiente fascinante de aquel estudio. Allí me presentaron a una mujer extraordinaria preciosa, ya otoñal, en una habitación toda azul y morada, donde en un caballete había un cuadro de Beltrán que representaba a Salomé, una figura desaforada. con las piernas abiertas mirando al público. Entonces, aquella mujer, casi en la oscuridad, comenzó a explicarme que ella en su primera encarnación había sido Salomé en persona, la querida de Herodes, y me dio toda clase de detalles sobre la cabeza del Bautista, mientras yo pensaba para mí que la señora estaba como una chota. Total, que pasó aquello y el sábado siquiente me dice Beltrán Masés: «¿Te acuerdas de aquella mujer quapísima que te presenté? Se ha suicidado anteayer en el hotel Negresco de Niza. Ha echado dos botellas de borgoña en el baño, se ha abierto las venas y se ha matado». Y yo me dije, bueno, ya se ha ido la pobre Salomé a tomar viento. Luego, por un amigo de Beltrán Masés, conocí a la familia del doctor Albarrán, un médico cubano-español, gente muy cuapa que estaba en boga en París. El doctor Albarrán fue un señor que cuando no existía la vacuna contra la difteria, cuidando a un niño en el hospital, cogió la enfermedad y al darse cuenta le dijo a la enfermera: «No se marche usted porque tengo difteria y me voy a operar». Y se operó él mismo ante el espejo. Con cuarenta de fiebre se abrió la tráquea, qué tremendo. Gómez Carrillo lo contó en una crónica.
El café de la Coupole estaba a punto de emerger sobre aquel solar de maderas y carbones. Los dueños de la Rotonde habían comprado la carnicería de al lado para ampliar el local. El decorado de Montparnase estaba ya preparado para el gran espectáculo de los años veinte. De pronto se levantó el telón y comenzaron a actuar los locos más maravillosos del mundo, los genios del siglo hacinados en aquel tramo de bulevar. Ir por la acera pisando poetas alucinados, abrirse paso en la niebla de los cafés dando codazos a Hemingway, a Soutines, a Foujita, a Miller era la rutina dorada en las cuatro esquinas de aquel barrio, donde se concentró la mayor densidad de talento que se ha dado en la historia. Ontañón también estaba allí convertido ya en un animal de tertulia.
Un niño pitongo con un francés divertido
Ramón, el hijo del doctor Albarrán, un joven muy guapo al que Beltrán le había hecho un retrato muy romántico, me presentó a Ventura García Calderón, escritor peruano, que dirigía una editoriaal en París. Y este hombre me publicó el primer dibujo que vi reproducido en mi vida, la portada de un libro de Rodó, el pensador uruguayo. Después me dio una carta de presentación para la casa Tolmer, la editora de más prestigio entonces, donde trabajaban los mejores dibujantes de la época. Allí caí muy, bien, yo era un niño pitongo y les divertía mi francés, aunque dibujando era muy malo, para qué nos vamos a engañar. Llevaba todavía la estética española. Pero allí me convencí en seguida de que las mujeres tenían el cuello muy alto, como las que salían en Vogue y en Fémina. Todo iba muy bien, yo había entrado ya en la nueva forma, cuando un buen día, en Montparnase, terminé la tertulia de la Rotonde y crucé a la del Dome. En medio de la calle me llamaron: « i Ontañón! i Ontañón! Qué. Me encontré con un amigo que me presentó al famoso bailarín Boris Kirviassef. creo que vive todavía, debe de tener 115 años y, me dijo si podía dibujar unos trajes para un ballet ruso. Le dije que sí. Y ahí cambió mi vida. Me hicieron polvo. Estos ballets los patrocinaba una rusa muy guapa que se acababa de divorciar en circunstancias dramáticas de un famoso fabricante de radiadores para coches, una fortuna inmensa. De modo que la mujer se quitó un pendiente, lo vendió y montó el primer ballet, muy decadente. que se llamaba Opio. Empecé a dibujar trajes, pero el decorado se lo había encargado a Ismael González de la Serna, un pintor muy famoso, que era un fantasmón, granadino, se parecía a Lorca en la forma de hablar. Le preguntaron: «¿Usted sabe pintar decorados?». Y con una inconsciencia digna de mejor causa contestó que sí, aunque no tenía ni idea. Pintó las telas tiradas en el suelo, pero sin clavarlas, y con el agua de cola encogieron. Al levantar el decorado resultaba que se veían pasar los tramoyistas por detrás, aquello eran cuatro trapos , pintados, un desastre. Entonces vinieron a mi: «¿Usted
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sabe pintar decorados?». Yo tampoco tenía ni idea, pero conocía al dibujante Reinoso, que estaba conmigo en la editorial, y éste. había trabajado con Burman y Barradas en la compañía de Martínez Sierra, y por lo menos sabía cómo poner las telas en el suelo .Entonces lo hicimos. Y no salió del todo mal. Y hasta hoy.
Un bohemio metódico
Santiago Ontañón tiene el cuerpo hecho al peluche del café. Su oronda silueta se difumina en la humareda del espacio cerrado. Mil horas de tertulia al año han ido sobándole los cantos hasta dejarle transformado en una pieza más del velador. Desde los tiempos de París, donde los poetas se arrojaban desde los aleros a la calzada tocando el violín y los pintores surrealistas se reblandecían los callos con pediluvios de cocaína, hasta la última hornada del café Gijón, donde los nuevos clásicos toman pepitos de ternera, Santiago Ontañón ha visto todo lo que había que oír, ha oído todo lo que había que ver. Su botarga, fabricada con los mejores materiales, parece el molde exacto de la felicidad. En el fondo, este hombre no es más que un bohemio metódico y sobrealimentado.
-Yo entraba a las diez de la noche en el café de la Rotonde y cuando llegaba a mi peña eran las once y media. Me iba quedando en las mesas donde estaban todos los amigos, Bores, Cossío, Flores, Regino Sainz de la Maza, Unamuno, exiliado por la dictadura; Josep Pla, que era cronista de un periódico de Barcelona. Este Pla era muy misterioso; toda la vida fue muy raro. El día en que le conocí estábamos allí, en la mesa, hablando de literatura rusa, y él parecía un cateto catalán con el sombrero hongo metido hasta las orejas asintiendo a todo con aquella cara de chino asombrado que tenía. Alguien le preguntó: «¿Y a usted, Pla, qué le parece Dostoievski? Y él contestó: «Una mierda. Dostoievski es una olla podrida. Yo ahora estoy leyendo a Virgilio». Durante la República, en Madrid, Josep Pla andaba siempre merodeando por el hotel Palace con los de la Lliga, muy solícito, como muy servil, y llegaba a dar la sensación de parásito de millonario. Iba vestido que daba risa, con botas de botones, sombrero hongo, abrigo negro y cuello duro; parecía siempre perdido en la niebla. En cierta ocasión, uno de los copropietarios del periódico El Sol, señorito de Bilbao elegantísimo y metido en el gran mundo, se encontró a Pla vestido así en una recepción junto con Eugenio Montes, Sánchez Mazas y Mourlane Michelena, y le dijo delante de todos: «Parece mentira, usted Pla, un escritor tan viajado y moderno, que vista como hace veinte años». Y entonces Pla, que parecía un adulón, le soltó: «Cuando se tienen cien generaciones nobles en el Ampurdán puede uno vestir como le dé la gana. En cambio, usted se tiene que vestir de señor porque todo el mundo sabe que su abuelo era gabarrero en una ría de Bilbao». Había gente muy entera en aquel. tiempo. Otro que estaba en nuestra peña era Luis Buñuel, que entonces, a los dieciocho años, ya tenía el título de campeón de pulso del alto Aragón. Y no fue campeón de España de boxeo aficionado porque dentro de su fuerza colosal era muy cobardón. Físicamente parecía un toro, y eso fue lo que de Buñuel atrajo a los surrealistas de París, porque entonces los surrealistas eran de los que entraban en los cines y rompían las butacas si el programa no les gustaba. Y Buñuel era un buen elemento si había que repartir leña. Por lo demás, era encantador y tenía una personalidad arrolladora, con mucho ascendiente sobre nosotros, en plan mandón. Por ejemplo, estábamos en una reunión y decía: «Bueno, chicos, vamos a decir tonterías, pero media hora nada más, ¿eh?». Y de repente, con voz de energúmeno, cortaba: «Bueno, basta ya». Y callábamos todos. Nos tenía atemorizados. Se movía como una locomotora resoplando y todos íbamos detrás. Hubiera sido un buen jefe militar.
Santiago Ontañón estuvo siete años seguidos en aquella fiesta de París. Y allí había hecho de todo, pintar carteles para los hombres-sandwich anunciando el ballet de Vicente Escudero, conocer a Picasso en la gran exposición de 1925 en la galería de Roschiberg, acompañar de madrugada a Unamuno a casa desde Montparnase a I'Etoile sirviendo de frontón a sus monólogos hasta que don Miguel tomó de sustituto a un zapatero español que había sido voluntario en la primera guerra. Ontañón era un punto de referencia en aquel trasiego de locos, servía de eslabón entre los que iban y venían de Madrid, constituido en guía para neófitos en el laberinto bohemio del barrio Latino. Y así hasta que, una vez bien sacramentado en el nuevo oficio, decidió volver a España.
-Al llegar a Madrid me encontré con que el ambiente de aquí estaba marcado por la gente que yo había conocido en París. Eramos los mismos. En seguida, Regino Sainz de la Maza me presentó a Lorca, que en ese momento vivía en el hotel Málaga, de la calle de Alcalá, cerca de Sol. Recuerdo que se estaba afeitando y me recibió a gritos con la cara enjabonada, porque ya me conocía de referencias a través de su hermano Paquito, amigo mío de París, donde se preparaba para diplomático. Después ya fui con él a la Residencia de Estudiantes, y ahí estaban todos. Llegar a la amistad con Federico era muy difícil, porque la Residencia funcionaba como una masonería, tipo de la Institución Libre, con un aire muy elitista. Alguien tenía que darte el espaldarazo; de lo contrario, no entrabas. Por ejemplo, Lorca no quiso conocer nunca a Jardiel Poncela, con el que yo me veía todos los días desde las dos de la mañana hasta las siete. Se lo quise presentar varias veces, pero Federico decía: «No, no; ése es un autor festivo. Es como Taboada o Pérez Zúñiga». Fedérico era un juglar, capaz de pasarse meses sin parar de hablar; pero no podía soportar el segundo plano; por ejemplo, estaba en la peña de la Granja de El Henar o en el café Lyon y siempre se oía su voz entre risotadas. Todo el mundo pendiente de lo que él decía. Pero si de repente otro cualquiera, López Rubio, Carlos Arníches, Antonio Robles, empezaba a contar algo que se llevaba la atención del auditorio, entonces Lorca decía: bueno, tengo que ir a no sé dónde. Y se marchaba. A la media hora volvía con tema nuevo y recuperaba la primera posición en la tertulia. En casa del diplomático chileno Carlos Morla cenábamos todas las noches, sobre todo en invierno. En una ocasión me dijo Lorca: «Viene mañana Ramón Gómez de la Serna. No le vamos a dejar hablar. Cuando yo flojee, entras tú con lo que sea». Y, efectivamente, no pudo abrir la boca el pobre hombre, fíjate, el sumo pontífice de Pombo. Pero al salir, ya en la calle, a Federico le dio pena. «Pobrecito, vamos a dejar que se suelte». Y en la esquina de Velázquez con Alcalá le dimos cuerda. Y Ramón cogió carrerilla y nos tuvo tres horas de pie largando por la lengua a borbotones. Entonces las únicas diversiones consistían en hablar y en comer. Yo tenía tres peñas: una de arquitectos, ingenieros, pintores y escritores, en la Granja de El Henar. Se podía decir que era la peña de Carlos Arniches. Cuando a las dos de la mañana nos echaban de allí, me iba al café Castilla, donde acudían periodistas del Heraldo, de La Voz, actores, autores y las chicas del coro de Celia Gámez. Y después estaba la del Lyon, y aquí veíamos pasar a los falangistas que bajaban a la Ballena Alegre, a Ledesma Ramos, a José Antonio, al gordo Peláez, hijo de un síndico de la Bolsa, y a nuestro amigo Alfaro.
La tertulia más larga de su vida
Entonces llegó aquello. Santiago Ontañón bajó una noche, a comprar cigarrillos y una chica de servir le dijo que las tropas de Vicálvaro avanzaban sobre Madrid. La gran carnicería estaba a punto de empezar. Y la fiesta bohemia de París, que había continuado en los cafés de la calle de Alcalá diez años más, las dulces horas de humo y risas, acabaron detrás de un saco terrero. Durante la República, Ontañón había montado el decorado para Bodas de sangre. Otras bodas de sangre menos estéticas llevaron a este hombre a montar otros decorados y nuevas tertulias a la otra parte del océano.
-Al terminar la guerra, los Morla me metieron en la embajada chilena. Y allí dentro estuve refugiado año y medio. Fue la tertulia más larga de mi vida. Salí de los cinco últimos hacia el destierro. Pero antes nos asaltaron dos veces. Entre los que venían por nosotros había tres amigos míos: el marqués de Portago, un hermano del gordo Peláez, que había hecho el servicio militar conmigo, y otro que llamaban Fernando el Canalla. Estaban echando ya la puerta abajo y llamamos al agregado militar, que vivía en el Ritz. Este llegó vestido de gala, y agarró la bandera de la embajada, de cuatro metros por dos. Ellos decían: «Venimos aquí, que hay unos rojos». Entonces, el diplomático, con una larga cambiada, arrojó la bandera al suelo, gritando. «Para entrar aquí hay que pisar esto». Y no se atrevieron a pisarla. Cuando regresé del exilio, en 1955, a Fernando el Canalla, muy chuleta, madrileño, fue al primero que me encontré en la calle. Me dio unos abrazos tremendos. Me dijo, riéndose: «Yo era uno de los que te fueron a buscar. Es que venía allí un tipo que lo habían dejado tuerto en la guerra, que si ése os saca, os da en el mengue». Bueno, hombre, pues gracias. Y me quiso vender el favor.
Lo mismo que había hecho aquí hizo Ontañón allá: charlar hasta las luces del alba, montar más decorados, reír la tripa creciente contando anécdotas envenenadas, disiparse en correrías de café; todo eso que hace un bohemio que sueña en la intimidad con un horario fijo. La diferencia es que en Madrid, en los años cuarenta, había perros pulgueros y aceite de ricino para los últimos liberales y en América había papagayos. Ontañón recorrió Chile, Uruguay, Argentina y Perú con el tinglado a cuestas.
-En Chile, el escritor Vicente Huidobro vino a recibirme y me llevó a su finca en el mar. En Chile estaba Margarita Xirgú, que había echado ya un estómago tremendo y se había hecho chacrarera, es decir, que vivía en una pequeña heredad de hortalizas y montaba a caballo. Ella siempre había tenido a su lado una persona de confianza que la guiara: a Lorca, a Rivas Cherif. Y ahora se veía un poco ida. Cuando yo llegué empezó a reaccionar. Creamos juntos una escuela de teatro en Chile, montamos obras en Montevideo, en Buenos Aires, en Lima. Bueno, quince años por ahí. Yo me quedé en Perú. Con esto de la farándula he conocido a medio mundo. Recuerdo que fui una vez a casa de Baroja a contratarle un libro para el cine y le pregunté: «Don Pío, ¿cuánto quiere cobrar?». Y él me contestó: «Lo corrientito, hijo, lo corrientito. Yo no soy como Unamuno, que cuando se entera de lo que cobra Ortega siempre pide un duro más».
La tertulia con Santiago Ontañón podría durar hasta que el sol ilumine la cúpula de las Calatravas. Como entonces. Pero éstos son tiempos de prisa y monóxido de carbono.
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