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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El sistema parlamentario y la tentación presidencialista

EL PLANTEAMIENTO procesal del Pleno del Congreso para investigar el homicidio masivo causado por aceites envenenados ha mostrado las serias dificultades que tiene el Gobierno a la hora de respetar las relaciones constitucionales de dependencia que le vinculan con el poder legislativo. Algunos sectores de la opinión pública han responsabilízalo injustamente de las insuficiencias del debate al régimen parlamentario y al funcionamiento de las Cortes Generales. Por esa razón es preciso subrayar que fue la voluntad inicial del Gobierno de oscurecer la discusión el principal factor de la confusión de los debates.La negativa del Gobierno a presentar una comunicación al Congreso que hubiera permitido una discusión articulada y ordenada del complejo drama producido por un criminal fraude alimenticio conducía de forma inevitable a que la yuxtaposición de la interpelación de Manuel Fraga, las proposiciones socialista y comunista, las enmiendas de los diferentes grupos parlamentarios a esos textos y la propuesta del Gobierno de crear una comisión parlamentaria de encuesta transformaran el Pleno en un caos casi incomprensible para la mayoría de los ciudadanos.

Esa actitud cuadra a la perfección con la conocida tendencia de los Gobiernos de UCD -tanto los presididos por Suárez como el encabezado por su sucesor- a menoscabar las competencias del Parlamento en beneficio del poder ejecutivo. Aunque la Constitución española no deja margen de duda acerca de las características de nuestro sistema político, definido como una Monarquía parlamentaria, en la que las Cortes Generales representan al pueblo español y designan, controlan y cesan al Gobierno, los dos jefes del Ejecutivo hasta ahora elegidos han mostrado una irrefrenable vocación por transformar en presidencialista un régimen inequívocamente parlamentario. El mismo tono adulatorio que cultivaron con Adolfo Suárez los traficantes del presidencialismo caracteriza hoy a quienes se dedican a la tarea de mitificar la figura de Leopoldo Calvo Sotelo, bautizado hace pocos días por alguien como "hombre providencial". Se trata de desfigurar el sistema parlamentario para fortalecer al poder ejecutivo, de difuminar la importancia del cuerpo electoral y de los diputados que lo representan pata centrar la vida pública en torno al Gobierno, de reducir a los partidos políticos al papel de maquinarias electorales al servicio de un líder que, una vez en el palacio de la Moncloa, se erige en mandatario directo de la soberanía popular. Pero en España el jefe del Gobierno, propuesto por el partido ganador de las elecciones y nombrado por el Congreso, no puede aspirar ni al status ni a las atribuciones, ni a la legitimidad popular de un presidente elegido directamente en las urnas por los ciudadanos, como ocurre en Francia o en Estados Unidos.

En este contexto, la actitud del presidente duiante el debate se compadece mal con los orígenes de su nombramiento y con las funciones del presidente del Gobierno en nuestro sistema constitucional. Su despectiva referencia a su propio partido, al aludir al nombramiento y cese de los ministros, y el duro palmetazo que propinó a Felipe González, cuya buena disposición hacia el presidente del Gobierno fue recompensada con un humillante rapapolvo, merecen un análisis desde este punto de vista, El cambio de táctica del PSOE, al presentar las enmiendas

de reprobación de cinco ministros pocas horas después de que su secretario general excluyera tal posibilidad, sólo resulta disculpable a la luz de la sugerencia, un tanto provocadora, del presídeme del Gobierno de que el Grupa Socialista propusiera la moción de censura constructiva del articule 113 de la Constitución, descartable por la resaca del 23 de febrero.

La peregrina interpretación gubernamental de que la proposición de reprobaciones era inconstitucional revela una escasa familiaridad con la historia del parlamentarismo europeo y con la distinción entre las normas, y se inscribe también en ese vértigo presídencialista del partido centrista. Es cierto que el presidente del Gobierno sólo puede ser derribado mediante el rígido procedimiento establecido por el artículo 113, que busca sobre todo asegurar la continuidad gubernamental. Es verdad también que el artículo 108 dispone que el Gobierno responde solidariamente en su política ante el Congreso de los Diputados. Pero sería una aberración que el Congreso no pudiera manifestar su voluntad, aunque su expresión carezca de efectos jurídicos vinculantes, a propósito de las actividades del Gobierno en su conjunto o de los ministros que lo componen, y que el Parlamento tuviera que ajustar el ejercicio de sus soberanas competencias a la interpretación que se dignara dar el poder ejecutivo, subordinado en su origen y ejercicio a las Cámaras.

Pese a todo, el Pleno de esta semana ha permitido la adopción de decisiones que la Administración, sin el acicate del control parlamentario, hubiera dejado probablemente en el reino de las buenas palabras. Entre un debate realmente insatisfactorio en un Congreso democrático, como ha sido el caso del Pleno de la colea, y el silencio obediente de una Cámara aplaudidora, que posibilita el carpetazo de asuntos como el de Redondela, media la diferencia abismal que separa a un sistema imperfecto de libertades de un sistema perfecto de corrupción, oposición e irresponsabilidad de los gobernantes. Las eventuales responsabilidades políticas del Gobierno en el homicidio masivo producido por los aceites envenenados quedan sometidas ahora a la comisión de encuesta que, al amparo del artículo 76 de la Constitución, designarán el Congreso y el Senado. El asunto de la colza no ha quedado cerrado, aunque el poder ejecutivo trate de entornar, sus puertas. La existencia del Parlamento sigue siendo una garantía. Su fortalecimiento, una necesidad. A ella deben atender también los centristas, aun a costa de erosionar más aún su ya deteriorada imagen.

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