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Cuatro meses después

Han transcurrido 120 días desde que murió en Torrejón la primera víctima del aceite envenenado y 80 días desde que el Gobierno anunció formalmente que el aceite de colza desnaturalizado era el responsable directo de lo que en su día fuera pomposamente calificado como neumonía atípica y hoy se conoce como envenenamiento masivo. Desde entonces, la enfermedad ha seguido un periplo implacable por la llarnada zona más deprimida de nuestra geografía y se ha cobrado 112 víctimas. Por encima de los análisis sociológicos que se puedan hacer sobre este fenómeno aterrador hay una constante en todo el proceso seguido por la administración sanitaria del Estado: se han incumplido sistemáticamente las más elementales y, racionales normas de actuación en un caso como este.Desde que los medios sanitarios oficiales adjudicaron la responsabilidad de las muertes a una bacteria o un virus hasta que se determinó, el 10 de junio, que no se trataba de una epidemia de frágil agente bacteriano, sino de una intoxicación masiva producida por el consumo de aceite, pasaron suficientes días como para que esa hipotética epidemia hubiera causado un verdadero exterminio entre los enfermos no afectados por la llamada neumonía en los hospitales donde ingresaban los consumidores de aceite adulterado.

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Cualquier sospecha de epidemia, no ya una declaración oficial de epidemia, conlleva una serie de actitudes y actividades que tradicionalmente han dado espléndidos resultados: concentración de todos los afectados en un lazareto donde pueda desarrollarse una investigación profunda que evite el contagio a otras personas no afectadas y, se cuantifique la incidencia de la enfermedad sin concesiones a los errores. En segundo lugar, un control exhaustivo de productos pre suntos responsables de la enfermedad, tanto en los sitios oficiales de distribución como en los canales paralelos. Una información veraz y completa del desarrollo de la enfermedad o la epidemia. Una absoluta coordinación de los equipos de investigadores y médicos en contacto con la enfermedad y una inversión adecuada de medios humanos y técnicos a la inmediata erradicación de la epidemia.

Los medios oficiales, que durante semanas han mantenido la tesis de una epidemia de neumonía atípica, optaron por dispersar a los enfermos en aquellos hospitales donde hubiera plazas libres, en lugar de dedicar un centro altamente cualificado y especialmente diseñado para estas emergencias, el Ramón y Cajal, de Madrid, para concentrar a los enfermos y desarrollar una actividad investigadora coordinada. La Seguridad Social dispone, por otra parte, de cuatrocientos inspectores médicos y cincuenta inspectores farmacéuticos para controlar el trabajo y analizar los resultados.

Respecto a la coordinación de los equipos médicos en contacto con la enfermedad, ha sido nula, especialmente al principio. Un hospital como el del Niño Jesús, en el que se han encendido las bombillas clave que han dado luz a las incógnitas de esta epidemia, no ha recibido ni un solo duro para ayudar a desarrollar un progama de investigación seria. Cada médico y cada especialista, según fuentes de la inspección sanitaria consultadas por EL PAÍS han dado sus informes por separado y aplicado su método.

El insalud dispone de uno de los centros de computadoras (Univac) más sofísticados que existen en España. El rendimiento medio de estas costosas máquinas es del 10%. según las fuentes ya reseñadas. El análisis de los trabajos realizados de forma dispersa se ha llevado a cabo también de forma dispersa, despreciando las inmensas posibilidades que en situaciones como esta puede ofrecer la informática y despreciando el dinero invertido en estas máquinas.

Los equipos volantes de médicos encargados del seguimiento de la enfermedad y control de enfermos no ingresados en centros hospitalarios se nutren de personal contratado eventualmente, sin experiencia apenas y, lo que es peor, puestos en la calle para realizar una misión poco menos que imposible. Puerta por puerta y bloque por bloque, los médicos viajeros (inexpertos en su mayoría, porque los importantes pisan sólo moqueta) se han estrellado contra el muro de la natural movilidad de las personas, sobre todo si están enfermas y recurren al amparo de los familiares en los domicilios de éstos.

Más de cien muertos

En una situación de grave deterioro de la sanidad pública, o al menos así lo hace pensar una intoxicación que ha matado a más de un centenar de personas, los turnos de vacaciones en centros hospitalarios, gabinetes de Prensa y juzgados han seguido normalmente, como si nada pasara. La sanidad española, autosuficiente ante una intoxicación de la que hace 120 días se desconoce el aceite fundamental, no pide ayuda a la OMS y permite las vacaciones de personal clave que pudiera evitar la supersaturación que han sufrido los hospitales.

La inexplicable guerra de cifras respecto al número de fallecimientos habidos durante el proceso del envenamiento pone de relieve el descontrol que la propia Administración sufre en cuanto al seguimiento de la enfermedad. Pero aún resulta más grotesco que tenga que rectificar sus datos a instancias del partido de la oposición y que, como toda excusa, se arguya que aún hay análisis pendientes de efectuar para ver si, efectivamente, un ciudadano murió o no corroído por el tóxico fantasma. De todos es sabido que las autopsias deben realizarse en las veinticuatro horas siguientes al fallecimiento.

Finalmente, y para ponerle el gloria a este rosario alucinante de despropósitos, se somete al consumidor a una guerra de marcas prohibidas, nuevamente autorizadas y vueltas a declarar no recomendables. Surgen aún hoy nuevas marcas sospechosas y al comprador de supermercado se le pone el pelo de punta ante una estantería en la que hoy puede estar felizmente etiquetado, un aceite que mañana las autoridades, las de cualquier laboratorio, pueden considerar no comestible. El goteo de marcas diferentes hace suponer que el propio Ministerio de Comercio ignora cuántos aceites diferentes fabrica cada una de esas empresas, de las que debería conocer al dedillo las actividades.

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