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Tribuna
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Las artes plásticas condecoradas

La concesión de las medallas de oro al mérito en las bellas artes a tres de nuestros más destacados creadores -Eduardo Chillida, Manuel Rivera y Antoni Tàpies-, así como a la institución de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid, apenas necesita justificarse, ya que son bastante públicos los méritos que concurren en cada uno de los galardonados. Sí; ya sé que cuando se trata de condecoraciones siempre hay posibilidad de afilar la cicatería, sacando punta a las ausencias. En este caso, sin embargo, creo que predomina la impresión no sólo de lo obvio de los merecimientos individuales, sino también del valor simbólico trascendente del galardón. Quiero decir que, al margen del futuro cargado de medallas, en las presentes el reconocimiento se alía con la reparación: la del Estado, que, por fin, deja de mirar con recelo, o algo peor, a los más destacados artistas del país. En efecto, este oro honorífico viene a sancionar oficialmente la labor de tres creadores reconocidos internacionalmente desde hace varias décadas, y sólo es concedido tras haberse celebrado, con patrocinio estatal, tres grandes exposiciones retrospectivas de carácter monográfico, en las que nuestro público pudo hacerse cargo masivamente de la extraordinaria singularidad de Chillida, Tàpies y Rivera. En definitiva: que con estas medallas se premia al arte inconformista, inventor de nuevas formas, sintonizado con las inquietudes de la actualidad, comprometido.... o, lo que es lo mismo: al arte creador, el mejor de los posibles.Este permanente espíritu de inquietud está, desde luego, presente en la trayectoria de los tres artistas galardonados, aunque sus procedencias, campos de expresión y trayectorias difieran. En este sentido, aquí más que añadir a la actual un rosario de distinciones ya obtenidas, nacional e internacionalmente, aunque más lo segundo, por estos tres artistas, me limitaré a apuntar su continua militancia en pos de la configuración de sus respectivas visiones artísticas. Recordar, por ejemplo, a ese Eduardo Chillida, que se marcha a París en 1948, en plena posguerra europea, para hacerse escultor. Antes ha abandonado los estudios de arquitectura y la seguridad de una existencia cómoda al amparo del medio familiar, que cambia por lo incierto, cuyas dificultades se reduplican tratándose de un joven vasco procedente de un país políticamente aislado y sin la mínima referencia cultural de actualidad. Pues bien, Chillida no sólo supera la prueba, sino que, cuando comienza a triunfar en los medios artísticos de la vanguardia de París, vuelve a su tierra natal en busca de una inspiración más personal y profunda. Desde entonces, no ha abandonado esa actitud de coherencia e indagación personales y, entre otras cosas, puede comprobarse en las sucesivas investigaciones sobre materiales diferentes, desde el hierro, la madera, el alabastro, el hormigón, hasta las más recientes arcillas cocidas. Ese amor por el material, que le gusta manipular directamente, come su sentido del espacio, que se nutre de las raíces de su pueblo, pero sin dar la espalda a las conquistas de la vanguardia, le convierten, en fin, en un intérprete soberano de esa suma artística de la realidad más primaria y el espíritu cosmopolita de conocimiento.

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Símbolo del arte catalán

Como Chillida en el País Vasco, Tàpies también es una especie de símbolo de la cultura catalana contemporánea, testimonios vivos de dos pueblos que no permiten que les sea anulada una identidad formada a través de los siglos. De esta manera, ya en 1948, Tàpies es uno de los fundadores de Dau al Set, el célebre movimiento plástico, que trató de resucitar, a través del surrealismo, la memoria perdida de la vanguardia, a la vez que reivindicaba el espíritu catalán, entonces perseguido. Como Chillida, Tàpies también marchará a París, y allí logrará un éxito indiscutible, que le convierte posteriormente, por todo el mundo, en uno de los principales informalistas, verdaderamente genial en las calidades matéricas.

Manuel Rivera, por su parte, participa en otro de los hitos de la renovación plástica de la posguerra española: el de la fundación del grupo El Paso, que, en 1957, abrió, esta vez desde Madrid, un nuevo estilo, en el fondo y en la forma, de concebir y hacer el arte. Hoy en día, la imagen tan característica de sus redes metálicas, cuya aspereza no impide la poesía evocativa de los espejos, ni el efecto sensual, le identifica como una de las personalidades más vigorosas de nuestro arte actual.

Un edificio modelo

Por último, una mención al justo premio a esa institución, que no sólo ha restaurado dignamente un interesantísimo edificio de la arquitectura madrileña -el edificio Arbós-, sino que lo ha convertido en sala de exposiciones para el pueblo de Madrid. Son, pues, varios los factores que concurren en el mérito de esta benemérita acción de la Caja de Ahorros de Madrid, tanto desde el punto de vista de ejemplar de conservación del muy dañado patrimonio artístico español, como desde el de difusión cultural. Con todo, nada comparable con el hecho en sí mismo decisivo de mostrar ante el país la inmensa responsabilidad institucional que corresponde a las empresas públicas en pro de la democratización de la cultura. Por eso, tras las magníficas exposiciones de Saura y Guerrero, nos preocupa que un tan excelente comienzo no vaya a tener continuidad, cuando ya los madrileños comenzábamos a acostumbramos a incluir el precioso edificio de Arbós en el itinerario obligado de cualquier amante del arte.

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