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La conservación de la naturaleza, entre la demagogia y la patente de corso / y 2

En Europa el paisaje es la resultante de la milenaria interacción humana con su medio. Inicialmente, la organización de éste adoptó la adecuada forma de retículos de sistemas más maduros -más conservados, si se prefiere-, rodeando celdillas fuertemente explotadas y simplificadas. Este esquema lo cumplía, por ejemplo, el desarrollo de setos y bosquetes alrededor de los campos de cultivo y está siendo progresivamente desmontado por las nuevas y maquinizadas técnicas agrícolas. Esta disposición espacial es uno de los aspectos más interesantes de la conservación: alternancia de áreas de estabilidad con otras de pro ductividad; dicho de otro modo: la conservación de zonas vírgenes (parques nacionales y similares) no puede convertirse en coartada ni expedir patentes de corso para destrozar el resto del territorio no «protegido». Hay que preservar el paisaje agrícola, al igual que los restos marginales, sean estos últimos marismas o alta montaña; hay que desproveer a la conservación de los excesos de la búsqueda de lo insólito y escaso. De ahí que las áreas protegidas no agoten el tema conservador, sino que sean más bien el extremo de un gradiente de progresiva utilización y de creciente estabilidad. Además, las más de las veces, el paisaje que apreciamos, que pretendemos conservar al menos en este continente, es en mayor o menor medida función humana y, según esto, sería poco razonable intentar suprimir al hombre o considerarlo como simple agente perturbador. El título del programa de conservación más ambicioso actualmente existente es el MaB (Man and Biosphere); sería más deseable el menos contencioso de MoB (Man on Biosphere). Está claro que son incompatibles con la conservación aquellas actividades, normalmente recientes, que supongan drásticas transformaciones, pero los llamados usos tradicionales no sólo no están reñidos con nada de lo dicho, sino que su repentina supresión puede deparar tan inesperadas como desagradables sorpresas. Un caso bien conocido y ejemplar es el del parque natural alemán de Luneburger Heide; se trataba de reservar el brezal típico de las landas, aquel que cantó Goethe; cuando se prohibieron las prácticas consuetudinarias y, más concretamente, el desbroce por el fuego, la landa fue siendo progresivamente invadida por abedules y enebros que hicieron avanzar la sucesión hacia otra cosa completamente inesperada. La historia confluye cuando los guardabosques tuvieron que sustituir, suponemos que no tan hábilmente, al labrador en su ponderado uso del fuego y en el resto de sus funciones. El ejemplo anterior alemán es además ilustrativo porque los libros están llenos de efectos colaterales indeseados en las actividades explotadoras humanas, pero escasean los mismos casos derivados de las medidas conservacionistas.Si no queremos que un parque natural se convierta en una especie de artificiosa representación circense e inestable, donde hay el funcionario que suelta al lince, el que le suple al cazar, el que sustituye al labriego, etcétera, debemos comprender que el uso y manejo de determinados recursos no está reñido, sino que se impone en la mayoría de los casos.

El momento del leona

Traigo todo esto a colación no sólo porque el hombre sea el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra o, mejor aún, que «se inclina generalmente a olvidar y menospreciar el trabajo y los hallazgos de sus antecesores -y eso a pesar de que su progreso intelectual se basa en la acumulación histórica de experiencia-, lo que trae consigo -que sea preciso desarrollar los mismos ensayos repetidamente». Viene esto a consecuencia de que el Ministerio de Agricultura y el Icona, su brazo armado responsable de entendérselas con lo poco que nos queda natural, parecen no contra decir la anterior aseveración; esto es: no aprenden, y eso incluso cuando se supone que, provistos de la mejor de las voluntades, preten den lavarse la cara, hacerse olvidar y perdonar su penoso historial, y adoptar medidas conservacionistas. ¿O tal vez es que la demagogia está reñida con los buenos frutos? Viene esto a tenor de las pretensiones de eficacia de las dos recientes listas de especies protegidas, la de animales vertebrados y la de plantas.

Crispante política del crispado péndulo que jamás se detiene en la eficaz y penetrante vertical. ¿Acaso se puede pasar de desmontar los hayedos, robledales y encinas para sustituirlos por especies exóticas de crecimiento rápido, de desecar («sanear») las marismas y lagunas a pretender una lista exhaustiva y demencial de plantas intocables o a formar parte de los patronatos que protegen las marismas salvadas de la quema? Pero, bueno -me dirán-, ¿es que usted no reconoce el derecho al propósito de enmienda o el deseo a reconocer los propios errores y, aún más, a enmendarlos con similar furia a la que se cometieron? No, no se trata de eso.

Ambos proyectos, uno ya aprobado por decreto y el otro en fase de anteproyecto, presentan anomalías diversas y problemáticas diferentes.

Respecto al de la fauna hay que destacar su excesiva extensión, al igual que el de la flora. Esto que podría considerarse una ventaja constituye un primer inconveniente. Sería mejor haber operado a la inversa, es decir, publicando las especies cazables, que son menos y de obligado conocimiento de los cazadores: jabalí, corzo, gamo, venado, zorro, conejo o liebre, etcétera, y sería un primer paso para llegar al deseable «examen del cazador», que evitaría la proliferación de escopeteros disfrazados con loden a la moda grandes almacenes y absolutamente analfabetos del conocimiento natural.

Pero el anteproyecto referido a la flora roza ya el surrealismo, con perdón de André Breton. Aparte de las deficiencias botánicas (incluso de especies pioneras o invasoras, nitrófilas, etcétera) y eclusión de especies comunes pero valiosísimas, como la encina o el fresno, están los criterios utilizados: exclusivamente rareza, y el propósito, porque, ¿cuál es la finalidad de esta lista? ¿Quién va a controlar su aplicación? ¿Dónde se encuentran esos guardas con tan pasmosos saberes botánicos como para advertir al dominguero que está arrancando un Limonium biflorum? Claro es que si la dichosa listita está concebida para sustituir el verdadero trabajo conservacionista eficaz: la inventariación detallada de especies y parajes, la preservación de zonas concretas, la creación de reservas integrales, la adecuación de parques visitables, etcétera, entonces se entiende todo. De momento, los botánicos del país han sido consultados apresuradamente y a posteriori. No deja de ser curioso esta forma de construir desde el tejado: cuando todavía están por hacer la mayoría de las floras regionales y falta la gran flora de España (*), unos señores se permiten sacar lo que sería un excedente de aquéllas. Así, más que residuos se queda en simple excreta.

Puesto que el desconocimiento de la ley no es eximente, el asunto exige que cualquier esporádico transeúnte de nuestros camposposea unos vastísimos conocimientos botánicos que harían la envidia de cualquier agregado del ramo. Y no digamos de los guardas encargados de su cumplimiento. En suma, se trata de acentuar una vez más el divorcio entre la España real y la España oficial. ¿Quién va a vigilar el cumplimiento de esta exhaustiva chorrada?

Otro asunto, y grave, es el del comercio en sus múltiples formas de «productos naturalísticos», sean éstos animales disecados, colmillos, pieles, minerales, huevos, etcétera. Se sabe que determinados botánicos reciben seiscientas pesetas por cada pliego de plantas ibéricas herborizadas y determinadas: mil pliegos= 600.000 pesetas. No está nada mal. A esto sí hay que ponerle freno. España debe dejar de ser un paraíso para este género de especuladores, que además actúan selectivamente sobre los especímenes protegidos y más raros y, por tanto, de más precio. Colectores de huevos, mercaderes de halcones y taxidermistas poco escrupulosos deben ser frenados y vigilados legislativamente. Pero eso es otra historia.

En tanto que se resuelven en sinceros o no estos repentinos afanes de redención o propósitos de enmienda, los verdaderos conservacionistas «de toda la vida» le pedimos al Icona que deje de practicar la paraplejizante táctica del perro del hortelano, y le recordamos de paso aquella conocida malaventura que tanto les vale a ellos como a los pueblos desmemoriados: «Quien olvida su historia está condenado a repetirla». No exigimos certificados de «conservacionista viejo» o de pureza de sangre proteccionista, pero... recuerden.

(*) El «Elenco de la flora vascular española» publicado poi el Icona ha sido rechazado por la mayoría de los botánicos (véase OPTIMA) como indigno sucesor del Prodromus de Willkommy Lange, ya que está plagado de errores y es perfectamente prescindible.

Fernando Parra es profesor del Departamento de Ecología de la facultad de Ciencias de la Universidad Autónoma de Madrid y biólogo del Servicio Forestal y de Medio Ambiente de la Diputación Provincial de Madrid.

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