Sobre la vuelta del poeta
Antonio Machado salió de España, vencido, con su pueblo vencido, hacia el destierro. Antonio Machado amaba y soñaba su España como Unamuno, con pasión poética y política verdadera y universal.También, por eso mismo, los dos amaban Francia: «la libre Francia», nos dice Unamuno, soñándola, en sus últimos versos, en las últimas horas de su vida. También en las últimas horas de su vida Antonio Machado nos escribe: «Quiero quedarme en Francia». Antonio Machado hizo oficio de su vida de escritor, de poeta, para «ganarse el pan», de la enseñanza de la lengua y la literatura francesas. Cuando sale de España hacia el destierro apenas si le queda vida, pero la que le queda la da por su España, en la que ha creído, por la que ha luchado, hasta su fin: la de la República.
La República no era para Antonio Machado una forma accidental de gobierno, una abstracta denominación jurídica politiquera, una jerigonza de pícaros, sino la sustancia entrañable, la raíz viva del español, en sus hombres, por sus pueblos. Antonio Machado muere en su destierro apenas iniciado éste. Lo inició sintiéndose morir. Pudo haberse quedado en España y no quiso. Salió con su madre, anciana enferma como él, con sus hermanos.
Quiso dar testimonio último de la verdad de su vida, uniéndola, identificándola con la del vencido, derrotado, perseguido pueblo español y su República. Y murió en su amada Francia, en el pueblecito de Collioure, donde le acogieron brazos piadosos; murió en ellos. Fue enterrado en el pequeño cementerio marino de CoIlioure, al lado de su madre que le siguió inmediatamente en la muerte. Y en aquel pequeño cementerio marino (más bello que el cercano en que quiso quedarse para siempre el poeta francés Paul Valéry) él también quiso quedarse para siempre. «Quiero quedarme en Francia», nos dice en su última carta muy pocas horas antes de morir. Como lo hubiese querido Unamuno en su país vasco, y también al otro lado de los Pirineos: en el pequeño cementerio de Urrugne, como tantas veces nos dijo en los años de «destierro espiritual» que pasó en aquella tierra suya francesa. Y no almacenado en un nicho lejos de ella. Y en una Salamanca que ya no era la suya.
¿No creéis que los «traficantes de cadáveres» deben cesar en su macabro tráfico, respetando los restos mortales de aquellos grandes españoles significativos que encontraron su sitio al morir digno de su vida por el testimonio memorable de su muerte? Como Antonio Machado.
Babelia
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