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Síntesis de lenguajes

En 1973, el cineasta argentino ya fallecido Leopoldo Torre Nilsson, comentando la versión cinematográfica de la novela Boquitas pintadas, de Manuel Puig, que estaba haciendo en esos momentos, aseguraba que dicha versión se correspondería fielmente con el libro, pues éste mostraba la ventaja de ser un texto más visto que pensado.

Realmente se hace ya prescindible detectar la plasticidad de los experimentos narrativos de Puig, hablar de las claves composicionales filmicas que han regido su producción; aludir, a estas alturas, a su pasado cinematográfico al lado de De Sica, René Clement o SeIznick, y a lo que esta triste experiencia tuvo de afortunado acicate a la hora de introducirse en la elaboración de sus novelas.

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El beso de la mujer araña, el cuarto de sus libros, llevado ahora al teatro bajo la dirección del también cineasta José Luis García Sánchez, según libreto preparado por el mismo Puig, no deja de reclamar esa filiación, aunque inaugure, en el itinerario de este autor, una nueva línea dispositiva.

En esta obra, el diálogo fórmula no precisamente relegada en sus anteriores novelas: La traición de Rita Hayworth, Boquitas pintadas y The Buenos Aires affair- se torna con carácter radical la forma narrativa dominante -Maldición eterna a quien lea estas páginas, su reciente entrega, repite de manera demasiado cercana, por no decir absolutamente mimética, dicha disposición-, aunque ello no viene a imposibilitar que, al mismo tiempo, y a su través, uno de los coloquiantes consiga erigirse en el más clásico y ancestral de los narradores: Luis Alberto Molina, emulando a la Scharasad de los reyes de Sasán, entretendrá durante veintidós jornadas en una cárcel de Buenos Aires al activista político Valentín Arregui Paz, mediante la rememoración de seis películas, algunas reales, como Cat people y I walk with a Zombie, de Jacques Turneur, Su milagro de amor, de John Cronwell, otras imaginarias.

En cualquiera de los casos, y a pesar de esta mayor participación de uno de los personajes, en el diálogo-matriz que centra toda la acción se participa menos de la conversación a secas -la simple y vaga conversación de los personajes de Marguerite Duras, por ejemplo- que de ese proceso hacia el conocimiento en el que Platón convirtió al modelo del diálogo socrático.

La correspondiente culminación dialéctica llega encubierta en la síntesis de los cuerpos, en la relación sexual a la que se aboca en el capítulo undécimo; síntesis espiritual que ha venido concretándose en el devenir de la narración, en los numerosos parlamentos que ambos personajes han sostenido; síntesis de lenguajes: racional y sensiblero, revolucionario y conservador, masculino y femenino.

El marco de reflexión dual se expandirá al papel de la mujer en nuestra sociedad, a la política, a la relación amorosa, al papel de los sentimientos, al nazismo, al hombre, al arte y a su vinculación con la realidad, a la cultura de los medios de comunicación, a Dios. Y el desenmascaramiento recíproco se opera al final de la obra: Molina ha roto su complicidad con los inmoladores; Arregui está a punto de morir. El bicefalismo -a lo Don Quijote y Sancho, a lo Bouvard y Pecuchet- de los héroes de Puig conduce a una apuesta sincera por el hombre sin más, a una denuncia del terror que éstos ejercen contra sí mismos a través de regímenes dictatoriales como el padecido, desde distintas instancias de la represión, por estos dos marginales en la Argentina de los años setenta, situación política que ha vertebrado las anécdotas de las tres últimas novelas de Manuel Puig.

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