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Tribuna
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Acabar con el miedo

El miedo a la reiteración del 18 de julio de 1936 -encarnándose en la siniestra restauración de la dictadura militar- parece cronificarse como una suerte de obligación ritual demasiado compartida entre los que hoy se dicen democracia e izquierda dentro de la nueva clase política. Sobre los inmediatos protagonistas públicos de la transformación democrática del Estado español se desploma la fantasmática sombra de su despótico fundador, el pavoroso origen de su poder, la insoportable memoria nacional de esos cuarenta años. Sobre los democráticos sucesores del patriarca muerto se cierne su tenebroso espectro, inexorablemente vinculado al destino político de su objetiva herencia estatal.El 23 de febrero, lunes de carnaval, se ha disparado el colectivo aquelarre de todos los miedos que dicen la identidad nacional de esta vieja clase dominante en la que ahora se integra la nueva clase política. Desde entonces hasta aquí, el discurso público del más ilustrado y progresista sector dentro de tan novísima clase se ha convertido en una masiva descarga de su propio miedo sobre las multiplicadas masas y personajes que enfrenta esa particular interpretación de la pública responsabilización política ante el melodrama cotidiano de la actualidad nacional. Y así, la «introducción al miedo» con que Juan Luis Cebrián iniciaba su análisis de la transición al filo de los últimos meses de 1980 deviene manifiesto espectáculo y argumento objetivo dentro del escenario central donde se juega la soberanía de esta nación de naciones.

En este apasionado laberinto político español, la profesión pública de una cierta voluntad de ciencia social obliga inexorablemente al análisis crítico de la actualidad nacional. Pues la posible validez de toda pretensión de una tal ciencia sólo se autolegitima por su particular capacidad de anticipación analítica sobre el argumento colectivo de su propio tiempo histórico: ese inmediato horizonte espaciotemporal en el que se determina el campo objetivo de los hechos y acontecimientos que aquella disciplina trata de formalizar conceptualmente en orden a intentar su posible explicación. Asumido como responsabilidad pública dentro de este país, el imperativo objetivo de una ciencia social mínimamente crítica se juega necesariamente con el propio destino político de nuestra joven democracia.

Uno, al azar de mi propia temporalidad existencial y profesional trabajo, se imagina aliviado de la obligación ritual del miedo al inminente retorno del 18 de julio de 1936. Franco nunca resucitará ni aquel tiempo volverá a repetirse. El avisado lector, si tiene suficiente paciencia, acabará concluyendo acaso en mi particular diagnóstico clínico sobre el acontecimiento 23 de febrero. Sobre la memoria colectiva de esta vieja nación, el necesario azar temporal de su historia y el ancestral calendario del año litúrgico convergen simbólicamente sobre ese día, en una explosiva y magnífica identificación ritual. El 23 de febrero, lunes de carnaval de 1981, Tejero es la máscara esperpéntica y fugaz con que la nación inicia sus fiestas de carnaval, celebrando su soberana democracia. El sucesivo acontecer del tiempo habrá de mostrar -o refutar- la validez clínica de tan aventurado diagnóstico. Su mínima exposición y argumentación teórica se anuncia aquí al hilo de una serie de artículos intentando una suerte de transparencia analítica sobre el objetivo presente y futuro de la democracia española.

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Volvamos a su más inconfortable inmediatez nacional, regida por el cronificado imperio del miedo. ¿Qué sería del orden público y la seguridad jurídica -y de tantos otros gloriosos beneficios de la civilizada sociedad civil- sin el colectivo pánico que, origina y mantiene el universalizado poder de Leviatán sobre sus obligados sujetos tísicos? En su última sustancia, toda formación estatal no es sino la metamorfosis institucional del miedo colectivo a la propia muerte en organizada ilusión de omnipotencia y eternidad conjurando ritualmente tan pavorosa amenaza. El poder que asegura la vida en paz de la sociedad es el poder soberano de Leviatán sobre la vida y la muerte de sus temerosos súbditos. El terror a la propia muerte, movimiento pánico de la guerra civil, se resuelve colectivamente en el respeto y temor al Estado, una vez que su poder soberano disuelve la angustiosa inminencia física de la propia muerte en la seguridad que reina en su pacificada sociedad civil, ritualmente sometida a su escrita ley. Leviatán, con su poder sobre la vida y la muerte, resuelve el terror colectivo a la propia muerte en el respetuoso temor a su soberano poder, traduciéndose inmediatamente en sumisa obediencia a su ordenamiento jurídico positivo. El respeto a la ley, el temor al Estado, exime a su súbdito de su propio miedo a la muerte, transferido al poder estatal y reconvertido así en pacífico acatamiento de su ordenamiento legal. La concreta personificación de Leviatán, la soberana representación del poder estatal, tiene, como máxima legitimación, la objetiva función de transmutar el miedo de todos en colectiva paz y seguridad de todos los que así se saben protegidos, defendidos de tan tenebrosa pasión. De ahí el obligado coraje de todo buen príncipe y el imprescindible valor que debe presidir el comportamiento público de toda legítima representación democrática de la soberanía nacional. De otro modo, la pública personificación de la soberanía, en lugar de resolver los multiplicados y acumulativos miedos de su política sociedad civil, los reduplica y espolea hacia la peligrosa espiral de la paranoia colectiva: universal matriz de todo posible delirio terrorista, de todo mesiánico pronunciamiento, de toda convulsiva explosión.

El movimiento argumental del colectivo Teatro Político, donde acontece la dramática representación pública del ritual de soberanía, se alimenta y realimenta de los flujos de temor y angustia generados con su propia maquinación estatal. Masiva reconversión pulsional moviendo y conmoviendo su sucesiva y política puesta en escena. En el centro del escenario de la cosa pública, la legítima personificación de la soberanía acumula sobre sí el terror colectivo a la muerte, descargando de tal peso a los ciudadanos que acatan la ley. Pero esto implica que tanta más leagitimación colectiva tendrá un Estado particular cuanto más eficazmente haga desaparecer la angustiosa inminencia física de la propia muerte, cuando más radicalmente descargue a sus súbditos del terror a la guerra civil en cuanto terror colectivo a la muerte. Cuanto más eficazmente salve a sus súbditos del miedo a su propia muerte, asegurando físicamente su pacífica existencia social, tanta más legitimación colectiva tendrá la ley de ese Estado. «El Estado tiene que cuidar de sus súbditos, no producir en ellos un terror pánico que retrotraería las cosas al estado de naturaleza, es decir, al estado previo al acuerdo o pacto y a la guerra de todos contra todos» -tal y como decía Tierno Galván, hacia 1965, en una aguda introducción a la lectura de Hobbes-. Cuando un Estado, en lugar de evitar ese miedo, lo produce y fomenta, acaba produciendo su propia destrucción: su particular cancelación y transformación.

Bajo el imperio cronificado del miedo al miedo se ilegitima aceleradamente toda suerte de pública representación política. La posible verdad del Ecleslastés -«el temor de Dios es el principio de toda humana sabiduría»- no anula, sino confirma, la verificada solidez del viejo refrán que dice: «El miedo, cuanto más gratuito, peor consejero». Funestísimo consejero para enfrentar la sobrecargada actualidad nacional sería un gratuito exceso de miedo funcionando como fantasmático y despótico preceptor de la moderada ilustración que reina en nuestra novísima clase política. Tan decisivamente sobresaltada por el patético aquelarre del 23 de febrero, lunes del carnaval español de 1981.

Los últimos misterios de tan descabellada acumulación de recetas y voluntades de salvación nacional son ya un secreto a 10.000 voces, susceptible de metamorfosis en pública indignación colectiva si la exigible responsabilidad política de todo un estratégico número de líderes, altos funcionarios y cualificados representantes no se concreta en algo más que en onírico revival de los fantasmas de la Restauración canovista, omnipresentes ya sobre nuestra modernizada actualidad política. El avisado lector puede comprobar este último y arriesgado aserto sobre el agudísimo estudio de J. Varela Ortega Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración (1875-1900). Es lectura obligada para todo el que, libre de ansiedades por la inmediatísima actualidad, pretenda entender el delirante laberinto de ese gran lunes de carnaval nacional que convirtió en best seller mundial la decimonónica obscenidad de los bigotes de Tejero. Reconozcamos desapasionadamente la granítica recurrencia sobre nuestro presente patrio de tan inefables pautas políticas como la del pandillismo, la endogamia estamental, la voracidad gremial de protagonismos y puestos, la burocratizada y chapucera improvisación, el melodramático fanatismo grupuscular, el ilimitado embrollo conspiratorio, concurriendo, con toda otra suerte de azarosas necesidades, en la mágica invención del pronunciamiento.

A lo largo del onírico carnaval

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Carlos Moya es catedrático de Sociología y decano de la facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense.

Acabar con el miedo

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golpista -y más allá de lo que puedan pensar tantos de sus obligados personajes y pacientes coros-, la maquinaria política colectiva de la democracia española hizo transparente la notable solidez que ya tiene -bajo su aparente fragilidad- tan perdurable aparato. Inexorablemente vinculado a esa última identidad soberana que subyace a su particular Constitución: la que reúne en un mismo destino la masiva voluntad de este pueblo de pueblos y su impecable personificación por la Corona. Pues la persona física del Soberano se identifica ritualmente con la soberanía nacional de todos los españoles sobre su propio presente y futuro político, y ello es el último supuesto que garantiza la perduración de la democracia constitucional frente a todos los posibles riesgos y acumulativos miedos disparados necesariamente por su progresiva implantación colectiva. Toda una larga historia nacional de siglos y siglos se resume políticamente en este resultado objetivo, sobredeterminando su pública implantación social por encima de la contradictoria inmediatez anímico-pulsional con que sus particulares sujetos humanos viven el melodrama cotidiano de su público acontecimiento como actualidad nacional.

En el libre riesgo de afrontar la azarosa inminencia de la propia muerte se juega la última autolegitimación para asumir públicamenta la tanática herencia objetiva sobre la que el presente Estado no es, ni puede ser, otra cosa que la metamorfosis democrática del Estado español fundado sobre la victoria del 1 de abril de 1939. Ese es el común reto que pesa sobre la nueva clase política de este viejo país y sobre su coetánea intelligentsia con voluntad de ilustración radical. El miedo, cuanto más gratuito, peor consejero. En especial, para aquellos cuya más alta responsabilidad pública estribaría en resolver los flujos colectivos de tan siniestra pasión, transformados así en colectiva autoidentificación con un ordenamiento jurídico-constitucional capaz de garantizar un máximo de libertad y seguridad pública dentro de la ilustrada sociedad civil que la democracia postula.

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