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Reportaje:

Aún subsisten más de cien comercios y talleres antiguos en la "zona de la muralla"

En un nuevo intento de ganar para esta época la vieja ciudad gremial que subsiste dentro de Madrid, la Cámara de Comercio e Industria ha logrado censar más de cien comercios y talleres antiguos que sobreviven en la zona de la muralla. Luego ha hecho con todos ellos un álbum fotográfico y ha convocado la exposición «Establecimientos Tradicionales Madrileños», en el Palacio de Castellana, 257. En su Cuaderno II se recogen los resultados del estudio y el espíritu de la exposición, que no es exactamente una muestra de objetos, sino un catálogo de sugerencias.

Se supone que todo empezó entre los años 852 y 896, cuando el rey moro Muhammad I, bisabuelo de Abderramán III, decidió levantar una fortificación cerca del río Manzanares para contener a los cristianos que soñaban con la reconquista del Sur. Después de algunas cavilaciones, los arquitectos decidieron emplear tres materiales para la construcción de la muralla: cal, canto y argamasa. Hubo al parecer algunas discusiones en la elección del canto. Unos preferían la consistencia rústica, pero asequible, del granito, y otros votaban por la dureza coránica del pedernal. Se impusieron los pedernalistas.Poco a poco, la muralla de Madrid comenzó a ganar altura, mientras a su alrededor se congregaban yeseros, canteros y lapidarios. Las dificultades para tallar la piedra tuvieron una consecuencia inevitable: los canteros no podían garantizar ni el tamaño ni la armonía de los sillares, de manera que todos los cargamentos de piedra eran un montón de bloques irregulares. Si se les ponía alguna objeción, los arquitectos reales respondíar siempre que la única garantía fundamental en una fortaleza era, precisamente, la que ellos ofrecían: la durabilidad.

Alrededor de las torres semicirculares o cuadrangulares comenzó a agruparse un pequeño pueblo de intendentes, decidido a abastecer primero, a los constructores de la fortaleza y, después, a los defensores. Los vendedores de vituallas fueron la primera avanzadilla de los mereados de abastos y traían detrás un pacífico ejército de latoneros, cuchilleros, tintoreros y herradores que llevaban en algún lugar de su memoria los principios de la revolución gremial. Sobre las decisiones de los estratecas, ocupados en sutilezas tácticas y movirnientos, ellos habían decidido que la única estrategia posible era quedarse. Pasara lo que pasara.

Durante muchos años, los pequeños artesanos y los vendedores de cosas entraron y salieron libremente por las cinco puertas de la ciudad amurallada. Se cruzaban con moros cada día más inquietos en la puerta de los Moros, ofrecían productos en la de la Almudena, contaban historias en la de Balnadú y hacían planes de excursión en la principal, que era la de Guadalajara. Había una sexta puerta, puerta Cerrada, que los capitanes clausuraron muy pronto porque, según los consejeros políticos, era una entrada de conspiradores.

Tanta cautela no pudo evitar lo que los cronistas tópicos han llamado solemnemente el curso de la historia. En el año 932, el rey Ramiro II ganó la fortaleza al asalto. Quemó, saqueó y se fue.

Más de cien años después, los cristianos volvieron, ya con la intención de instalarse cerca de un río que, a decir de los enviados especiales, tenía un agua «muy delgada y saludable a los que tienen mal de piedra». Se referían, naturalmente, al río Mançanares. En el año 1085, Madrid se rindió por primera vez. Los moros contaron, algo más al Sur, la leyenda con que los vencidos adornan siempre las derrotas: ál menos, el alcázar, construido muy cerca del Campo del Moro, no había sido tomado militarmente, tales eran su empaque y buena línea. Sólo se había rendido a la superioridad del cristiano.

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Cuando los moros trataron de volver se estrellaron contra el pedernal de las murallas que habían construido algo más de doscientos años antes. Los moriscos que decidieron convivir con los madrileños hubieron de llamar a cualquiera de las cinco puertas y pedir permiso. Nadie les impidió el paso. Pudieron fundar el barrio de la Morería, compartieron los mejores lugares de los mercadillos, dieron un toque exótico a las cacharrerías de los antiguos zocos y, con permiso de Alá y de los nuevos ediles, convivieron en Las Vistillas con los artesanos inmigrantes. Los curtidores, armeros, albarderos y alarifes incorporaron los conocimientos de la fina escuela arábiga. Madrid ofrecía a los forasteros una imagen pacífica, hospitalaria, gracias a los estrategas del «me quedo». Las murallas comenzaron a carecer de sentido. La nueva ciudad pasó a ser un sitio de portadas, oficios y estirpes.

En 1981, algunas estirpes no se han detenido todavía en los barrios próximos a las seis puertas de la muralla. A veces llegan nuevos artesanos y ocupan los puestos vacantes en la ribera de Curtidores, en Cava Baja o en La Morería. Unos cien establecimientos públicos son la herencia de entonces.

Los últimos artesanos

Durante los siglos XVI y XVII, los esparteros y cabestreros se instalaron en la calle de Toledo, expulsados de la plaza Mayor por las ordenanzas municipales contra incendios. La venta de cinchas, cordeles y arreos para las acémilas de los mercaderes decreció, con alguna interrupción, hasta principios del siglo XX. En 1797 había en Madrid 47 artesanos de la especialidad: Mesonero Romanos contó veintiocho en 1883, cuando la industria parecía reanimarse de nuevo. En Cava Baja, 9, sigue abierta la cordelería de don Atanasio, cuyo abuelo llegó de Sotillo de la Adrada como quien ha oído tarde un bando. Es una vertical estampa marrón donde se detienen el polvo y los turistas, acaso algún alguacil o algún decorador y don Atanasio que espera al comprador definitivo desde hace siglos, consigue saludarles y mantener la fe en la próxíma operación. Almacenes Botijo siguije ofreciendo cordeles, garrotes cericerros y lonas. Calzados Verdugo conserva su exposición de alpargatas, bordadas con guita o sirriples mitad y mitad. Juan Sánchez tiene una variada colección de artículos de esparto junto al Arco de Cuchilleros. Manuel Martínez sigue vendiendo en Tintoreros, 12 sus persianas de madera, finas co mo párpados, sin afligirse por la competencia de los plásticos y el aluminio.Hay todavía una numerosa re presentación de las 391 tabernas madrileñas del 1600. Bodegas Ricla, en Cuchilleros, 6; Casa Juan Bueno, en Toledo, 106; La Copita Asturiana, en Tabernillas, 13; Ca sa Antonio, en Latoneros, 10, y El Anciano, Rey de los Vinos, que vuelve a asociar la vejez a la calidad, de acuerdo con la antigua di visa gremial, son algunas de las últimas bodegas donde aún puede sentirse el aroma rojo y áspero de los licores centenarios. «¿Toma usted algo?». «No, yo sólo vengo a respirar». Hay que respirarlos con moderación, porque unas inhalaciones de más llevan inevitablemente a la embriaguez.

Quedan en Madrid, sólo entre los límites de la muralla Y en las calles próximas ciento y pico establecimientos indistintos a los que vieron los visitantes hace doscientos años. Manuel López, en Cava Baja. 10, emplea las técnicas de sus antecesores para curvar la madera con la que fabrica los cedazos. Si acaso, ha incorporado alguna trama de plástico por hacer una mínima concesión al modernismo. José Muñoz. su vecino, trabaja los toneles de roble y, castaño con la misma precisión que sus maestros: probablemente, también consigue encajar los flejes de hierro con un número concreto de golpes, queda en todos los artesanos cierto rigor en los ejercicios, una disposición que les permite economizar energías, dar los golpes justos.

Guitarras, organillos

El 19 de noviembre de 1850 fue para los madrileños de la época un 19-N. La reina Isabel II celebra su onomástica con un estreno: el tenor Italo Gordoni y la contralto Marietta Alboni interpretan la ópera de Donnizetti La favorita en el teatro Real, que incorporaba novedades exóticas tales como un tocador de señoras, guantería, floristería, confitería y una ópt ica con un variado surtido de anteojos para seguir discretamente la función y la actividad en los palcos vecinos. Es tradición que en la primera temporada el empresario perdió 209.059 reales.Los artesanos de la música decidieron mudarse a los alrededores del teatro Real, justo cuando los jóvenes fans seguían a Jullán Gayarre y Miguel Fleta, que, al parecer, no necesitaban corriente alterna para cantar ni tenían el sexy-champú de Los Pecos, Los guitarreros madrileños aprendieron en seguida los secretos de fabricacíón de todo buen luthier; las misteriosas relaciones entre el sonido Y la naturaleza de la madera, los recursos del barniz y las incrustaciones para un buen acabado, y todos los pequeños resortes capaces de mejorar la sonoridad de las guitarras españolas fueron estudiadas y mejoradas por Manuel Ramírez, Santos Hernández y Domingo Esteso a finales de siglo. Paulino Bernabé y Manuel González Contreras, discípulos de Ramírez, tienen hoy sus guitarrerías en las calles de Cuchilleros y Mayor, Paulino recibió en 1974 el premio internacional de Munich. Hace guitarras de diez cuerdas para Andrés Segovia y Narciso Yepes, con palosanto de Brasil y pinoabeto de Alemania, y en ratos libres mira un árbol de papel, un árbol genealógico en el que aparecen, sobre el nombre del maestro Ramírez, los de todos sus continuadores. Manuel González ha inventado la guitarra de doble tapa armónica, se cartea con los japoneses y les hace diabluras,con el ébano, la alpaca y el cedro. Al cabo de los años aún no han conseguido copiárselas.

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