Qué lejos está aun ese día
Lo que voy a decir lo diré desde una constatación, desde un dolor que de cuando en cuando se me suelta por dentro y se me cuela como un ladrón hasta las entrañas. La constatación y la amargura de quien, ante ciertos estados de opinión desencadenados por mentes incontrolables, se percata de que para eso de las autonomías no hay todavía en este país ni el clima propicio, ni la tierra abonada, ni todo lo que nos hace falta para evitar nuevos fracasos. Porque hay algo previo a cualquier ley, constitucional o no, algo anterior a cualquier solución política satisfactoria para ese conjunto de pueblos que llevan por nombre España. Y ese algo es la anchura de alma, no para aceptar, por obligación y por lógica, sino para abrazar a corazón abierto toda la vida varía y distinta que brota de lo hondo de cada una de las Españas.En esta constatación dolorida, que veo desprenderse de la cotidiana realidad en la que estamos sumergidos, la que hoy me dicta la letanía catalana de nostalgias -y, por qué no, de esperanzas ocultas-, ensartada por la expresión que encabeza estas líneas: «Qué lejos está aún ese día».
Qué lejos está aún el día en que los valedores de la suerte del castellano, en su presente y en su futuro, lo serán con el mismo celo y hasta con-idéntica pasión, del catalán -y del eusquera y del gallego-, y harán manifiestos populares calurosos e intransigentes a favor de los derechos de esas lenguas hispánicas.
El día en que los amantes del castellano serán también capaces de enamorarse de la belleza de unas lenguas maltratadas, y se acercarán a ellas para captar la cadencia armoniosa de sus sustantivos y la fuerza constructora de sus verbos.
El día en que los diputados catalanes podrán expresarse en su lengua y sin la ayuda de la traducción simultánea toda la cámara les entienda, porque habrá aumentado la cultura lingüística de sus señorías. Será el espectáculo soñado por los siglos.
Qué lejos está el día en que ningún periódico enclavado en la capital de España llegue a titular, en plan gracioso o en serio, una noticia de esta manera. «Le recetan en catalán », como si se tratara de un pecado contra natura o una vulneración flagrante de la justicia.
El día en que ningún editorial de diario se atreva a calificar las afirmaciones lingüísticas de un pueblo vecino como «otro terrorismo», o a descalificar una lengua haciendo burla de ella.
El día en que no tendremos que lamentarnos, con rictus de sarcasmo en los labios, de que en una revista francesa el más alto exponente de un Gobierno tenga la indocumentada osadía de dudar de que el catalán sea un idioma adecuado para vehícular conceptos científicos.
El día en que entre todos haremos la gran revolución -ésa sí que sigue pendiente-, que consiste, por lo menos, en guardar enorme y sacratísimo respeto por esas lenguas ibéricas que han llegado hasta nosotros peregrinando por caminos de siglos y hasta luchando a brazo partido contra la teoría de la cuña, sagaz y
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nada ingenuo invento con que Menéndez Pidal pretendió condenarlas a las tinieblas exteriores de la historia.
El día en que los «castellanos» al pisar tierras del viejo Principado se emocionen y hasta se estremezclan ante los vestigios con sello diferencial que allí han dejado los siglos en cada rincón de pueblos y ciudades, y al estremecerse los amen, los hagan suyos, los saboreen, los traten como algo tan cercano que pueda llegar a ser íntimo. Hablo -ya me comprendéis- de la interiorización de lo catalán que inspiraba a Dionisio Ridruejo, al amigo Dionisio, en tiempos más difíciles y no tan lejanos, palabras como éstas: « Los catalanes deben creer que muchos españoles de otras comunidades nos sentimos solidarios de estas reivindicaciones suyas, no sólo por amistad o simpatía, sino porque entendemos que la libertad es indivisible, y allí donde se mutila la de nuestro prójimo, se mutila o se corrompe la nuestra».
Qué lejos está aún el día en que los catalanes sientan, sobrecogidos, un hondo temblor de alma al contemplar el duro, austero paisaje de esa vieja Castilla la Vieja, y en esa contemplación pausada de la austeridad imponente de la meseta, disfruten como poetas paladeando sin prisas y hacia adentro palabras, por ejemplo, de Miguel Delibes, cuando describe la Castilla esencial y dice: «El mar de surcos, el páramo pedregoso, los sombríos montes de encina, los pueblecitos de adobes, rodeados de bordas, con la esquemática pobeda sombreándolos, los cerros motilones pespunteados por una docena de almendros raquíticos ... ».
El día en que ningún español sentirá miedo o terror de vísceras al oír que Cataluña se da a sí misma el nombre de, nación, y qué a nadie se le ocurrirá impugnar ese bautizo de voluntad y conciencia con leyes, aunque sean leyes de «armonización», sino que mirará a esa nación a la cara sin asomo de rencor. Ese día vendrá con una nueva concepción de España, en la que cabremos todos con todas nuestras afirmaciones, en la que estaremos todos porque nadie podrá hablar ya de insolidaridades.
El día en que los catalanes se remos por fin capaces de hablar de España sin la rabia del humillado, sin la ira del dominado, sin las restricciones mentales del resentido, sin todo ese gran lastre de prejuicios que nos atenaza cuando vamos a dialogar, sin todo ese peso muerto de prevenciones que nos encorseta invisiblemente tantas veces cuantas nos sentamos a negociar.
El día en que todo el mundo en este país quiera comprender que muchas Españas son más y mejor que una sola España, y que la España una río tiene por qué querellarse a cada esquina con la España varia.
Qué lejos está aún ese día, qué lejos está esa aurora que parecerá increíble.
Mientras tanto, a la espera y esperanza de ese día, habrá que armarse de valor, es decir, de paciencia casi infinita para avanzar, lentamente, eso sí, entre ese montón de piedras que es el camino, y de sabiduría para, en momentos de crispación, no echar mano de esas piedras, como tantas veces, para el ataque o para la defensa de algo que de suyo no tiene por qué ser atacado ni, por eso mismo, tampoco tiene por qué ser defendido.
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