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Tribuna
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No tenían nada que decirse

Como amantes cansados. O como gentes que se conocieran hace tiempo. Tanto tiempo que la pasión de encontrarse, de hablar -aunque fuera por hablar, por cubrir con dignidad el expediente del volver a verse- ha desaparecido sumida en la certeza de que nada nuevo habrá entre la niebla de un recuerdo sin demasiado ánimo para convertirse otra vez en gozo del presente. Toro y torero se miraban y se ignoraban; se acercaban -todo lo más- para cerciorarse desi la cercanía era suficiente, de si esa mano estaba en su sitio, de si ese cuerno daba la mínima sensación de peligro. A veces, el encuentro tardaba en producirse. La mirada de soslayo no era capaz de disimular una timidez que no era correspondida con esa ayuda, tan necesaria a los apocados, que puede ser una sonrisa.Pero la camaradería de otras veces se había convertido en una mezcla de temor y de imposibilidad física. Los toreros delegaban en sus cuadrillas esa muestra de amistad que los toros esperaban. Y, claro, no era lo mismo. La cordialidad de los sensibles exige la entrega sin reservas, no lo subsidiario de un afecto que o llega por la vía directa o ya no es lo mismo. La prueba está en que cuando Robles o Campuzano agarraban su capote y se iban a toriles a buscar a su amigo, éste se acercaba a ellos, primero, con la reserva de quien ha sido despreciado, pero luego con la confianza de los cabales, de los de toda la vida.

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Ni siquiera se ofendieron los toreros al ver cómo los presentes- se mofaban de la docilidad de susamigos, de esos, tan terribles años ha, hermanos Romero. «A ese lo mato yo con el paraguas», le dijeron a Teruel, sin duda, para ofender a Lucernito. «¡Cómprale un tebeo! », le pedían a Robles por estimar que Chivarro tenía cara de niño. Pero nadie se afligía por la chunga. Al único toro a quien nadie faltó fue a Aficionado, quizá porque su nombre le hacía un poco como de la familia, y seguramente porque nadie escupe al cielo, no vaya a caerle en los ojos.

No se dieron cuenta los toreros que con haber hecho muy poco hubiera bastado. Cuando Robles se estiraba, la plaza trataba de callarse para permitir su concentración. Pero no. Cuando Campuzano le instrumentó a Borrascoso tres chicuelinas y una media verónica en el único quite decente de toda la tarde, callaron por un momento los de las bromas y pensaron que todavía podía esperarse el reencuentro. Mas no hubo nada. Fuera como esencia penetrante en su aroma, sí, pero de duración muy corta, sólo para momentos breves, aunque de mucho compromiso.

El que trató peor a sus amigos fue Teruel. Un torero joven, pero muy experimentado, madrileño del barrio de Embajadores. El paisanaje a veces facilita las cosas, pero en muchas ocasiones se endurece, pide que a la vitola del nacimiento acompañe un saber cumplir. Y nadie quiso creer en aquellas posturas, en aquella frigidísima suavidad con que comenzó a faenar a su primer toro. El hombre después resbaló por la pendiente de la carnicería, como tratando de justificar lo antitaurino desde el taurinismo mismo. Y, claro, eso sí que no. El problema de Teruel adquiría así la gravedad de una carencia terrible. No sólo no tenía nada que decir, sino -lo que es peor, mucho peor- no tenía nada que decirse.

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