Baden Powell, un alma de madera y cordaje
El hombre era una esfinge. Su cara enjuta, sus ojos acristalados, su cuerpo y su boca no decían. Hablaban sus manos, unas manos que caían sobre las cuerdas, las levantaban, las hacían sonar.Mientras, el rugir del enorme ventilador crea la tensión necesaria para que la carpa del Conde Duque no se desinfle.
Era todo contradicción. La inmensa salchicha neumática se aferraba al suelo con maromas para no subir y no caer, para seguir manteniéndonos aislados del frío que no hacía o del cielo tardeante que deseabamos ver. Eramos casi 3.000 y el hombre con la guitarra. Baden Powell.
Y cuando la música era liberadora, la tecnología neumática, disfrazada de minué, nos hacía pasar por puertas giratorias para alcanzar la relativa amplitud de un patio cuartelero y semiderruido. Todo era contradicción sin síntesis superadora. Excepto el hombre con la guitarra. El sí, él sabía como combinar el lamento esperanzado del Ave María de Schubert con el contoneo tórrido de la Chica de Ipanema. Fácilmente, sin esfuerzos ni aspavientos, trajinando la sensibilidad, dándole cuerpo de madera y alma de cordajes. Con una mano, el hombre tentaba el alma, la equivocaba para que fuera aún más bella. Con la otra le arrancaba el suspiro, la vibración que vuela.
Pero Baden Powell no ha finalizado. De repente, abre la boca. Y de ella surge el canto fino y frágil de la esfinge. Dice en ese portugués mágico de los brasileños, que silba el sertao y hace erótico el amor. No hay rostro, no hay figura, sólo el tejer de esos sonidos maravillosos que inundan el aire y quedan aprisionados por la telúrica tecnológica y contradictoria salchicha. Por suerte, la sensibilidad y el recuerdo se llevan a casa, por las calles. Y se transmiten a otros. Gana lo etéreo, la bella libertad del sonido.
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