Delicias de perro mundo
En España felizmente también algunos comen solomillos; mas a pesar de que este es un país durísimo donde todavía se ahorcan perros en troncos de alcornoque, de momento no se le ha ocurrido a nadie hacer cola ante la taquilla del matadero municipal para aplaudir al funcionario matarife cuando descabella novillos o degüella cerdos a ciencia cierta. Pero la plaza de Las Ventas es un matadero artístico, de estilo neomudéjar, donde se cuece la estética de la raza y en las tarde de corrida tres funcionarios espadachines de la empresa, vestidos de serpiente emplumada con casco de falso astracán relampagueantes de vidrios ejecutan una triste parodia de un rito mágico que desde la antigua Creta ha venido a parar al laberinto tabernario de la calle de la Victoria, entre chorizos flotando en aceitajo y cazuelas de pajaritos fritos, entre negocios sucios y reventas cojos con disimulo. Se corre la segunda de feria en honor a Isidro Labrador, que es, como se sabe, un santo incorrupto, tal vez lo único incorrupto, junto con el ganado bronco de hoy, en todo este tinglado. El espectáculo va a comenzar, quiere decirse que los tendidos están llenos del famoso colorido, pero esta vez no hay japoneses ni inglesas que se desmayan cuando la primera sangre llega a la pezuña. Lo de hoy es todo gente muy patriótica, morenos del terreno. Grandes prohombres acomodados en las maronas de la barrera mantienen con los dientes un purazo de dos kilos y llevan un clavel en el ojal, señoritas molonas se disponen a presenciar la escabechina sin mantilla de Jueves Santo en la cresta, las agencias de turismo han desembarcado- algunos autocares con reatas rubias previamente excitadas por la burrada hispánica de la que tanto han oído hablar en Ohio, y a la salida se comprarán falsas banderillas embadurnadas con sangre de conejo. Las primeras moscas de mayo están ya en el desolladero y la bandera española nimbada por un aura de tagarnina preside desde lo alto este tedio sangriento que comienza a toque de corneta.No me gustan las corridas de toros, pero no soy beligerante contra esta aburrida sordidez. Hay que respetar incluso que a muchos les complazca ver a un penco proletario detrás de un colchón y a un fortachón encaramado con una lanza en la mano que hace un estofado de carne en el morrillo de un animal que no se entera de nada. El resto son setenta mantazos, algunas decenas de cuchilladas del peor estilo, toques a degüello, hemorragias y un trasiego de billetes. Puede ser que en medio de este basurero, alguna tarde de gloria, surja lo que los poetas cursis llaman una verónica de alhelí. También es posible que entre la carnicería salga un punto de belleza semoviente. Yo no he visto nada. Y además no vale la pena. En la corrida del santo patrón los toros parecían bastante bestias, como es lógico, pero tenían un punto de sutileza que les ha faltado a los toreros. Aunque esta no es la cuestión.
Lo peor de esta llamaba bravura nacional es la normalidad con que el público asiste a un espectáculo de sangre, el tedio costumbrista con que se contempla a un morcillán asaetado, lleno de cuajarones y vomitando los menudillos y media espada asomada por la tripa. En Francia entierran a una oca viva, la abren el pico y la atiborran de pienso para provocarle una infla mación de hígado del que sale el foie-gras y una exquisita literatura. Pero nadie dice que eso sea una fiesta nacional. Se lo comen y a otra cosa. En algún lugar de las selvas a un misionero lo meten en una perola y lo cuecen durante un baile ritual. Cada pueblo tiene sus tradiciones. Lo nuestro es la tauromaquia, un espectáculo denigrante del que algunos sacan filosofía barata, otros cornadas, otros un montón de billetes y el resto aburrimiento feroz. La muerte no es más que una costumbre. De modo que se empieza citando a un toro al natural, con las piernas arqueadas y se acaba con un tiro en la cuneta, con toda naturalidad.
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