La judicialidad del ministerio fiscal
El próximo debate parlamentario sobre el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal va a plantear de nuevo el viejo problema de la naturaleza de esta institución y, en íntima conexión con él, la cuestión de su ubicación en el mapa de los poderes del Estado.Como es sabido, el ministerio fiscal ha oscilado durante largo tiempo, no sólo en nuestro sistema jurídico, sino en la mayoría de los que nos son homologables, entre el poder judicial y el ejecutivo. Esta ambigüedad, perceptible entre nosotros en la ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 y en el Estatuto del Ministerio Fiscal de 1926, permitió que en el pasado régimen se acentuase considerablemente el carácter gubernativo del fiscal por obra del reglamento orgánico de 27 de febrero de 1969. Así, por ejemplo, de atribuir al ministerio fiscal, como se hacía en el estatuto, la función, entre otras, de «representar al Gobierno en sus relaciones con el poder judicial», se pasó en el reglamento a definir al ministerio fiscal, ante todo, como «órgano de comunicación entre el Gobierno y los tribunales de justicia», con lo que, en cierto modo, la misión de llevar la voz del Gobierno a los tribunales se convirtió en la ratio essendi del ministerio fiscal.
Un cambio sustancial supone, en el enfoque de este tema, la Constitución de 1978, que, aun sin haberlo abordado con la precisión y nitidez que hubieran sido deseables, ha aportado datos para su solución que permiten hablar hoy, con plena seguridad y aplomo, de la judicialidad del ministerio fiscal. De ahí la sorpresa -no sólo la alarma- que nos ha causado advertir en los proyectos de la ley Orgánica del Poder Judicial y de Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal síntomas evidentes de un propósito que creíamos inviable: el de debilitar nuestra conexión con el poder judicial y fortalecer nuestra relación -de dependencia, se entiende- con respecto al ejecutivo.
Defender la legalidad y la imparcialidad
En efecto, si el ministerio fiscal tiene como misión -artículo 124 de la Constitución- promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, así como velar por la independencia de los tribunales, actuando, en todo caso, con sujeción a los principios de legalidad e imparcialidad, ha de concluirse que su inserción en el poder judicial es una consecuencia necesaria: a) de su función esencial -promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad-, que constituye al ministerio fiscal en una magistratura postulante sin cuya iniciativa no cabe el ejercicio de la facultad jurisdicente, al menos en materia penal; b) de los intereses que ha de tutelar -los derechos de los ciudadanos-, que se garantizan en todo Estado de derecho a través de órganos judiciales; c) de la independencia de los tribunales cuya defensa se le encomienda, lo que difícilmente podría realizar si representase ante ellos otro poder, y d) de los principios en que ha de inspirarse su actuación -la legalidad y la imparcialidad-, que son exactamente los mismos que han de guiar la actividad de jueces y tribunales. Coherentemente con ello, la Constitución sitúa su referencia al ministerio fiscal en el título dedicado al poderiudicial y omite en su definición las viejas alusiones a su vinculación con el Gobierno. Bien fundado, pues, está el deseo de que, huyendo de fórmulas evanescentes, se declare de forma tajante, en los dos proyectos de ley cuya discusión va a comenzar en breve, que el ministerio fiscal está «integrado, con funciones autónomas, en el poderjudicial», tal como ha manifestado reiteradamente la Asociación de Fiscales.
Las relaciones con el Gobierno, problema central
Las consecuencias de un tal pronunciamiento serían múltiples y todas ellas positivas para el correcto funcionamiento de esta institución en el contexto de un Estado democrático. No es el caso enumerarlas ahora ni sería posible hacerlo en los límites de este artículo. Pero resulta inevitable referirse a los efectos que forzosamente ha de producir la judicialidad del ministerio fiscal en el nivel de sus relaciones con el Gobierno. En realidad, es aquí donde está el nudo gordiano de la cuestión, son dichas relaciones las que impiden que la definición del ministerio fiscal sea entre nosotros una cuestión ya pacífica. Porque, ciertamente, afirmar que el mismo está «integrado» en el poderjudicial obliga a proscribir, en buena lógica política, la posibilidad de que el fiscal reciba órdenes del Gobierno.
Independencia no supone desconexión
Sin embargo, esta consecuencia -que evidentemente suscita no pocas reservas en los titulares del poder ejecutivo- no tiene por qué dramatizarse en exceso. Que el ministerio fiscal no reciba órdenes del Gobierno no quiere decir que quede rota toda conexión con él. Es evidente que el Gobierno ha de tener la posibilidad de instar de los tribunales la protección de los intereses sociales y no lo es menos que el ministerio fiscal ha de ser, dentro del poder judicial, un factor dinamizante de la vida jurídica, para lo cual es conveniente que eventualmente reciba el estímulo del ejecutivo. Justamente por ello, al frente del ministerio fiscal se sitúa al fiscal general del Estado, que, por ser nombrado a propuesta del Gobierno, ha de ser siempre de su absoluta confianza. Lo que ha de descartarse es que el ministerio fiscal reciba órdenes, no mociones o sugerencias, que serían legítimas, a fin de que invariablemente actúe, en relacióncon aquellos estímulos, como un tamiz dejuridicidad, procurando que sus funciones constitucionales -la defensa de la legalidad y de los derechos individuales, entre otras- no se vean desvirtuadas por criterios de pura oportunidad política.
Necesaria democratización de la función fiscal
Ahora bien, esta articulación de las relaciones Gobierno-ministerio fiscal quedaría incompleta si no se incorporasen a la estructura del segundo ciertos elementos que de alguna manera la democratizasen. El ministerio fiscal, que, de acuerdo con la Constitución, ha de deserripeñar su cometido en régimen de dependencia jerárquica, tiene actualmente una configuración piramidal rematada en la cúspide por el fiscal general del Estado. Ello se traduce, a veces, en un relativo aislamiento del mismo con respecto a los criterios y actitudes predominantes en la carrera fiscal, situación que no solamente es disfuncional desde el punto de vista de la eficacia, sino que adolece de cuantos peligros son inherentes a toda autoridad no compartida. No se trata, naturalmente, de socavar la autoridad del fiscal general del Estado, sino precisamente de todo lo contrario, es decir, de darle la fuerza y legitimidad que es capaz de proporcionar un órgano consultivo y asesor -el Consejo Fiscal- que sea, al mismo tiempo, representativo de todas las categorías de la carrera fiscal y elegido directamente por todo el colectivo de los fiscales. Este Consejo Fiscal, claro está, no lo concebimos como instrumento para dar satisfacción a ciertos intereses corporativos que estarían fuera de lugar en un Estado moderno, sino como garantía institucional de que, efectivamente, la actuación del ministerio fiscal se sujetará, en todo caso, a los principios de legalidad e imparcialidad, especialmente cuando haya de decidir sobre la procedencia o improcedencia de secundar una iniciativa gubernativa.
Un estatuto del ministerio fiscal eficaz
Sería ingenuo desconocer las suspicacias que estas sugerencias pueden despertar en determinados sectores de la clase política muy sensibilizados -y con sobrada razón- ante las pretensiones de ciertos cuerpos del Estado, demasiado proclives a convertirse, como tales, en instancias autónomas. Un supuesto predominio entre los miembros del ministerio fiscal de posturas no democráticas parecería proporcionar fundamento fáctico a tales reacciones. A ellas, sin embargo, habría que oponer -más allá de lo injusto y científicamente incorrecto que resulta definir el todo por la parte- la elemental consideración de que lo que ha de hacerse en este momento es un estatuto del ministerio fiscal no sólo válido a corto plazo, sino capaz de garantizar por tiempo indefinido el correcto funcionamiento del sistema de poderes característico del Estado de derecho.
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