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Ceremonial de Narciso

Aunque no concebido siempre de la misma forma, el retrato, como género artístico, aparece casi siempre asociado a todas las fórmulas conocidas de representación que ha inventado el hombre. Claro que para que históricamente se produzca es imprescindible que previamente se haya alcanzado ese estado de consciencia de poseer un alma diferenciada, que es como decir que el retrato nace cuando el hombre puede considerarse como tal. El resto -la etapa anterior- es pura prehistoria, y, literalmente, se engloba en los vapores adánicos del instinto, cuando existía un paraíso terrenal que garantizaba espontáneamente el feliz fluido de lo genérico. Sin embargo, conquistada una consciencia individual, que hizo al hombre superior y diferente del resto de los animales de la especie, tuvo que pagar el amargo precio de ver aumentada su vulnerabilidad en la misma proporción que el poder conquistado. Así lo explica ejemplarmente la fábula de Narciso, aquel hermoso mancebo, hijo de la ninfa azul Liríope, incapaz de saciar el ansia- amorosa en la eterna contemplación de sí mismo. Envuelto en el sortilegio de un mortal espejismo, he aquí el drama que se escenifica en la pasión, esencialmente humana, por retratarse: para verse, el hombre necesita de un reflejo.Crisis de identidad

Por ello, como decíamos antes, el retrato comienza prácticamente cuando aparece la representación. Hay, no obstante, un hilo histórico conductor que sobrecarga cualitativamente al teatro con diferentes significados puntuales, desde el valor mágico de doble hasta la funcional identificación individual. En cualquier caso, de una u otra manera, el retrato registra siempre una crisis de identidad o una identidad de crisis. La historia del arte como historia de la representación humana nos proporciona un buen repertorio de tipificados ejemplos, cuya intensidad trágica aumenta en la medida en que progresa la capacidad humana para lograr una mayor identificación individualizada.

Así, aunque el hombre se retrata desde la antigüedad hasta la Edad Media, el fenómeno abismal de verse simultáneamente doble -en el reflejo esquizoide que contrasta la imagen de sí mismo como ideal y real- es un fenómeno típicamente moderno. No es extraño, pues, que sea a partir del Renacimiento cuando la cuestión del retrato se desquicie por plantearse, en toda su crudeza, como un problema de señas de identidad. «El retrato es un hecho propio de las civilizaciones evolucionadas», escriben, al respecto, G. y P. Francastel en su célebre ensayo sobre este tema, «porque es el resultado de una meditación elevada. Un primitivo no deja captar su imagen, sea ésta fiel o no. La imagen posee a sus ojos un carácter de realidad: no representa, existe por sí misma y es tan capaz de actuar como sufrir una acción procedente de otro». En la ambigua distancia, sin embargo, que hay entre presentarse y representarse, el hombre distorsiona su imagen y convierte el retrato en un problema moral, como podemos apreciarlo en la actitud vergonzante con que lo ejecutan por encargo los artistas renacentistas o, posteriormente, los escrúpulos de conciencia que conlleva su práctica realista para la estética contrarreformista.

Verse "descentrado"

En todo caso, al hombre le quedaba por dar otro paso en esa escalofriante conquista por verse mejor retratado. Durante toda la época moderna, en efecto, se había aplicado en el reconocimiento específico de lo que realmente era en apariencia: divinizado como centro del universo, una fisionomía completa de sus pasiones y deseos.

Le quedaba, no obstante, verse, tal y como hoy lo hace, como cosa entre las cosas o desde las cosas; en una palabra: verse descentrado. «Desde Cézanne», afirma F. Mathey, «el retrato no es sino un motivo, cabeza o manzana significan lo mismo ... ». La crisis de identidad del hombre contemporáneo volatiliza el perfil concreto de su rostro, que se reduce a un simple ojo móvil que resbala por las cosas, a las que se adhiere fugitivamente en la dramática búsqueda de un reflejo. No se trata tanto del fin del retrato, lo que significaría qué hombre se ha visto libre de reconocerse especularmente, como del fin de una determinada condensación figurativa que le hacía contemplarse por fuera.

La historia del retrato como género artístico es, por consiguiente, cual la fábula de Narciso, un ceremonial de ilusiones cuyo estudio, desde los más variados puntos de vista, ha fascinado siempre. Véanse, al respecto, los trabajos realizados por Prassinos, Francastel, Clark, Pope-Hennessy, etcétera, o todas esas galerías y exposiciones que fijan su memoria.

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