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Tribuna:"SPLEEN" DE MADRID
Tribuna
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Los tulipanes

De vuelta de cenas, princesas, fiestas, recitales, cosas, ya en la madrugada, hago detener la caravana de automóviles en Sol y me bajo a robar un tulipán amarillo de los jardines municipales.Ya André Gide hizo algo parecido, una vez, en Rusia. Sostengo, contra el tópico, que detrás de todo gran hombre suele haber otro gran hombre. Detrás de mí suelen estar André Gide, Vélez de Guevara o Charles Baudelaire. Esto pasa mucho: detrás de Fraga ha andado siempre Emilio Romero, y de ahí mi confusión del otro día, cuando les enfrentaba radiofónicamente. El verdadero interlocutor de Fraga era mi muy querido y admirado Pedro Altares. Luego vendrá el match Pilar Miró/Pilar Narvión y Alfonso Guerra, ahora sí, con/contra Emilio Romero. En todo caso, me parece una gran idea radiofónica. Pero a lo que íbamos, o sea los tulipanes. Yo quería llevarle un tulipán robado a una amiga famosa y enferma, a una particular, a mi santa, esposa, yo qué sé, ya ni me acuerdo, porque era una noche loca. Es antigua esta costumbre municipal y madrileña de plantar tulipanes amarillos y rojos (la bandera española) todas las primaveras, y ya dijo Ramón que «el tulipán es la legión extranjera de las flores». Este año, cuando las contaminaciones políticas, bélicas, sociológicas y económicas se ciernen como ángeles de monóxido contra Madrid, resulta especialmente conmovedor el ademán consistorial de implantar una primavera roja y gualda, una improvisada primavera de tulipanes en el corazón desestabilizado del madrileño. Los tulipanes son como las comillas, entoñado primaveral e inexplicable, que se le han salido a la palabra Spleen, en la cabecera de esta columna, y que persisten.

Hay, si no un tulipán, al menos la flor austera de una sonrisa junto a cada cama del hospital, la sonrisa del doctor Barros, viejo conocido de la noche en que llegué al Café Gijón, médico liberal, cenador con Bergamín, cirujano de Sandra a vida o muerte, antifranquista sereno, y moreno que ahora se ve inexplicablemente tornado en chivo expiatorio por un affair clínico en el que lo único claro es que la medicina privada le debe unos millones de kilos a la Sanidad estatal. Si alguien puede poner un tulipán de honradez y humanidad, cada día, a la orilla revuelta del lecho enfermo y sanatorial, es el doctor Barros (con el que nunca he tenido tratos profesionales ni apenas amistosos). Un retrofranquismo de explosión retardada le está volando la cabeza.

Paso todos los días al costado del Bernabéu y veo la cola circular de personal que espera no sé qué, porque, según me explica el taxista, se está jugando una cierta copa de una cierta Europa. Sociólogo de colas, como soy, en este país de colistas, me he quedado un poco a vivir la cola:

-¿Quién da la vez?

-Servidora.

-¿Y el Madrid?

-Ya usted ve. No es lo que era.

-Con Franco ganábamos más copas. Como le digo una cosa le digo otra.

-Y usted que lo diga.

Hacen cola para el Madrid y para el Cristo de Medinaceli. Si Haig pregunta, nos va a encontrar tercermundistas.

Leo a los polacos Lem y Ossip, dos genios perseguidos por Stalin. Pero miro los muros de la patria mía y lo más europeo que encuentro son los tulipanes holandeses de mi querida y remota Kitty Keuzemkamp. Por primera vez los tulipanes importados son verdad, porque su jardinero es un europeísta nada sospechoso, señor Haig: Tierno Galván.

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