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Un toque de disuasión

Ocurre algo bastante más siniestro que un golpe de Estado con todos los predicamentos y misereres de rigor. Ocurren los mismos efectos sociales, políticos y culturales que provocan naturalmente los golpes de Estado con éxito. Estamos en plena apoteosis de la disuasión. Vivimos el equilibrio del terror militar, semejante a escala nacional al terror nuclear.Suele atentarse contra los sistemas democráticos por la fuerza d e los calibres y blindados sediciosos, precisamente para anular la pluralidad, instaurar el miedo como medio, suspender provisionalmente el acontecer histórico, erigir la incertidumbre en modelo de supercontrol cotidiano y reducir el lenguaje a la mínima expresión. Sacan las armas -nuestras armas- a la calle no sólo para interpretar las fanfarrías estremecedoras del toque de queda, sino para proclamar el silencioso toque de disuasión.

Porque el golpe de Estado que merece tal nombre -qué nos van a contar a nosotros- es, ante todo, el que impone el juego sutil de la disuasión permanente. Y en esas estamos ahora mismo si lo meditamos sin histerias rumorológicas, con flema racionalista: con la pluralidad abolida y por los suelos, hablando y redactando el monótono lenguaje del miedo -miedo al lenguaje: la izquierda pronunciando patrioterías y simbolismos infantiles a modo de burdo exorcismo, y la derecha utilizando impúdicamente la sintaxis caqui-, conviviendo desde una historia inniovilizada en ya no me acuerdo qué anacrónico siglo y representando calderonianamente una patética psicosis de suspense, que, la verdad, ni siquiera hubiese merecido el interés del maquillador de Hitchcock. Estamos lo que se dice enfangados en la exacta retórica de la disuasión, practicando el quietismo del terror, el equilibrio de la nada que anonada.

Aunque, si mal no recuerdo -que los meses pasan volando y los de provincias tenemos menos sensibilidad para estas sutilezas-, aquí hubo a finales de febrero una intentona golpista que fracasó. Incluso, creo, que fracasó con estrépito en el instante mismo de haberse iniciado. Y no solamente porque a trancas y barrancas funcionaron unos muy arcaicos mecanismos de seguridad constitucional -se notó demasiado, por cierto y por excurso, que los cerebros responsables de la famosa operación Diana todavía circulan por las hipercomplejas postrimerías del siglo con una idea encantadoramente artesanal del oficio: sólo así se entiende que lo sigan fiando todo al teléfono y se permitan el lujo suicida de ignorar las fabulosas y automáticas capacidades abortivas de la telemática para tales menesteres-, sino que también fracasó por la propia envergadura de la chapuza militarista llevada a cabo, de rango táctico y estratégico decididamente mauritano, a pesar de que los tipos llevaban tres largos años preparando el asalto a la razón. Y cuanto más hablan para asustarme, y de paso rebajar mi optimista escepticismo intolerable acerca de la amplitud de la conjura, con implicados por todo el alto staff del Estado, menos logro entender las razones objetivas de ese generalizado espíritu pesimista que diariamente nos intoxica la mirada y quiere hacernos creer, cada mañana, que estamos vivos de milagro.

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Pero lo que verdaderamente aterroriza no es el ya dichoso acontecimiento, a costa del cual hemos escrito los más lamentables e inútiles párrafos de los últimos años. Lo que paraliza nuestra vida de ciudadanos libres, lo que anula sin contemplaciones la necesaria pluralidad, es el nada distinguido toque de disuasión que se ha impuesto como por acaso. No el temor a que se produzca la próxima bellaquería, que podrá producirse pero que tampoco triunfará -es técnicamente verosímil un golpe militar, pero no es posible una dictadura en estos momentos sociales, económicos, históricos y culturales; ni siquiera el franquismo fue posible en los últimos años de Franco, sino la sabia utilización dosificada que el poder y sus alrededores están haciendo de los signos externos -signos mediopensionistas, para no traicionar la analogía cuartelera-, del miedo a los uniformes, con el fin de generar el muy útil miedo uniformado e ir tirando otra temporada o legislatura. Viejo truco, vive Maquiavelo, para travestirnos en ciudadanos neutros. Para neutralizarnos.

Tampoco es de ahora este recurso de guión -Acerca del buen uso de un golpe de Estado fallido sería el título-, porque yo no puedo olvidar que durante casi un lustro así precisamente nos gobernó el señor Suárez con la complicidad de la oposición; manipulando con descaro y desparpajo la amenaza diaria del caballo de Damocles, con el propósito inocultable de conjurar todos y cada uno de los conflictos que necesariamente se derivan de la propia naturaleza democrática. Basta sacudirse el polvo de la actualidad, que ciega interesadamente cualquier distanciación clarificadora, para recordar que durante toda la llamada transición -con diversos eufemismos nominales, pero con la misma coartada- no hicieron sino mantenernos quietos y callados -como Tejero ordenaba a los parlamentarios-, disuadidos y en gracia consensual, a costa de la incesante e inminente amenaza del golpe militar, para que fuéramos buenos chicos y alejáramos de nuestras rupturistas cabezas cualquier tentación aventurista. Claro que por aventura entendían, todavía entienden, el divorcio, la descentralización administrativa, la reforma de ciertos articulados ridículos de los códigos civiles, penales o canónicos, la obvia democratización del aparato de seguridad estatal y otros jurídicos asuntos aplazados -aplazados desde el siglo de las luces-, seguramente ayudados por la escasa tradición que tal género narrativo tiene en este país; situación que de paso explica el misterio del actual, desmesurado y retroactivo fervor por la vieja novela anglosajona de aventuras. Asunto de subsidiaridad literaria.

Fingimos sorpresa trágica por la irrupción de los sediciosos bigotes en el escenario de la política -bigote de corte zarzuelero el del teniente coronel y de evidentes geometrías fascistoides los de Milans y Armada: división social del trabajo golpista- cuando durante estos años, largos y estrechos como un menú de Arzac, no hicieron otra cosa que utilizar tal hipótesis con fines disuasorios para no interrumpir la continuidad. Pues bien, como en la fábula del lobo que dicen que viene para asustar al pastor, por fin un día llegó el Tejero feroz con las rebajas de febrero loco. A diferencia del cuento infantil, esta vez el lobo acharolado tuvo que irse al calabozo con el rabo entre las piernas. Mas como, a lo que parece, no estamos acostumbrados en este país a los happy end, educados en los más desgarradores principios del sentimiento trágico de la vida política, resulta que volvemos a reproducir con más intensidad todavía el relato siniestro de la disuasión.

Y de nuevo, pero con el pesimismo renovado, estamos sumergidos en la estructura del anonadamiento de opciones, del curioso «aquí va a pasar todo porque todavía no pasó nada», del fatal «no tenemos remedio histórico» y del alma en vilo. Magnífica ocasión este gag de Estado para canonizar lo establecido, justificar el continuismo, recuperar las disidencias y neutralizar la pluralidad; como recuerda la revista Triunfo, ocasión para que en un mismo día el jefe del Estado se reúna con las altas jerarquías militares para darles garantías, el jefe del Gobierno haga lo mismo con los banqueros y, por tarde, en las Cortes, rebajen la ley del Divorcio con el fin de tranquilizar a la Iglesia. Es la ley de la disuasión instaurada en nombre de una fracasada y descabellada intentona. Se concede la palabra y la iniciativa a los militares, a los banqueros y a los curas, a la vez que conminan a las ideologías, las clases, las opciones y las oposiciones a hablar un mismo lenguaje desarticulado por miedo al que dirán, los que precisamente se caracterizan por no tener miedo al qué dirá, la mayoría de los ciudadanos.

No niego el posible dramatismo de los acontecimientos -aunque también hay que decir que fuera de los tertulianos círculos rumorosos madrileños las cosas se viven más relajadamente: no sé si por ignorancia o por sabiduría-; simplemente constato la producción, por parte de los poderes, de un nuevo modelo de control por la manipulación astuta de los acontecimientos pasados. El amago de golpe ha provocado en este país la misma situación que el arsenal nuclear en el escenario internacional. Lo que nos paraliza no es el peligro real de la destrucción atómica -que no ocurrirá- o del golpe de Estado -que tampoco ocurrirá-, sino la propia disuasión que se genera por la diaria representación verosímil que hacen de los signos de la catástrofe.

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