Espejo de época
A sus 75 años cumplidos en un oficio tan duro como el suyo, Billy Wilder es de los pocos realizadores que aún mantienen en pie el espíritu del viejo Hollywood en su aventura personal y en sus postreras obras. Esta que ahora nos ofrece, mezcla en su intriga rocambolesca, temas antiguos junto a melancolías nuevas. El tiempo no pasa en balde y ha borrado, o al menos menguado, en gran medida, la tradicional agresividad del maestro vienés, su aguda sátira y su humor habitual, que sólo aflora en muy contadas ocasiones.Más que adiós se diría mirada atrás, balance de un camino recorrido, del drama a la comedia, de la burla al rigor psicológico. Wilder lanza una postrera ojeada al mundo de sus días y al tiempo de hoy, enfrentándolos a través de una intriga tan tradicional como la música de Rozsa, capaz de encadenar misterios y sorpresas en su brillante laberinto.
Fedora
Director: Billy Wilder. Guión: Billy Wilder e I. A. L. Diamond. Fotografía: Gerry Fisher. Música: Miklos Rozsa. Intérpretes: William Holden, Marthe Keller y José Ferrer. Dramático. EE UU, 1979. Cine AIbéniz.
Hay demasiada nostalgia de un tiempo al que aparece dedicado todo el epílogo a lo Valentino, homenaje a unas estrellas de nervio y acero bajo miradas armoniosas, a unos estudios hoy cerrados o dedicados a filmar seriales, a todo cuanto supuso un espectáculo en sus días más felices o mejores. La visita de Henry Fonda para entregar un oscar casi póstumo a la protagonista es todo un símbolo, que une dos actitudes, a la vez que a ambas Fedoras: la auténtica y la simulada, la todavía y la definitivamente muerta.
Sin embargo, la ironía, el gran drama final de El crepúsculo de los dioses, no se repite aquí en su sabía grandeza. No hay un Stroheim al lado de una Swanson y ello, a la larga pesa. William Holden, antiguo gigolo, navega ahora entre recuerdos, flores y negocios, a lo largo de una trama que antes ilustra que emociona, bordeando a ratos lo barroco o grotesco, más acusado en la versión española por un doblaje gritón que acaba por resultar molesto.
En realidad, al tiempo que a Fedora, Wilder entierra a un viejo imperio alzado en torno a sí y a tantos otros directores, pero que él conoció y vivió en sus glorias y sus heces como la estrella ante el espejo de su nuevo rostro, con el que trata de perpetuar su nombre.
Las constantes alusiones a su pasada grandeza, a un modo de concebir el arte, suponen, más allá de la anécdota, la esencia de esta historia demasiado prolija, prolongada en exceso, como si el mismo autor se resistiera a cerrar definitivamente el capítulo de su vida y memoria fundamental en la historia del moderno cine.
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