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Las espadas en alto

Como en el octavo capítulo del Quijote, la secuencia del 23 de febrero se cerró con «las espadas altas y desnudas». La imagen quedó fijada en esa actitud indecisa que Cervantes congeló maliciosamente para despertar la curiosidad del lector hacia la siguiente aventura. Salvó el Rey valerosamente, con su nocturna intervención, la Constitución democrática de la fuerte embestida, y se echó a los dos días a la calle madrileña una gran multitud para manifestar su apoyo al sistema de libertades y a la soberanía legislativa del Parlamento democráticamente elegido. El Gobierno, finalmente investido, comenzó su ejercicio de poder. Pero en el aire quedó flotando la Incertidumbre y la zozobra. ¿Están realmente amenazadas las instituciones de nuestra vida pública? ¿El Gobierno monocolor podrá hacer frente a los problemas que tiene ante sí? ¿Existe en nuestro país un golpismo latente?La democracia supone un mínimo de homogeneidad en los propósitos colectivos. Una aceptación libre y responsable de las reglas del juego basadas, por supuesto, en métodos convencionales, pero asentadas fundamentalmente en criterios de racionalidad. Uno de esos criterios es la información a la opinión pública. Nada hay tan funesto como un gobernante que trate de ocultar los hechos, porque a la postre se volverán contra él. Una comunicación a su debido tiempo del compló que se avecinaba hubiera, probablemente, evitado el lamentable espectáculo del secuestro del Gobierno y del Congreso. Todavía está abierto el interroelante de por qué desde el poder no se avisó cuando el rumor de un golpe inminente era del dominio público, y en cierta Prensa se publicaban transparentes anuncios, análisis y exhortaciones, cuyo contenido no ofrecía duda al lector menos avisado. Se ha ofrecido -y se ha desechado- la propuesta de formar un Gobierno de coalición formulada por el partido socialista al partido en el poder. He

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Las espadas en alto

Viene de página 11leído los argumentos en contra que han justificado tal negativa. Me han llamado poderosamente la atención. Se trata, al parecer, de no alterar el modelo europeo en que nos inspiramos y que exige la existencia de una clara alternativa opositora parlamentaria y electoral. ¿Modelo europeo? ¿En qué nación del continente al que pertenecemos se puede dar el caso de que las fuerzas de seguridad hagan prisioneros al Gobierno y al Parlamento? Cuando se ha llegado a esos límites, la salvación del sistema político pasa por encima de toda otra consideración. Ello me recuerda la historia del contramaestre del Titanic, que se empeñó en ordenar las sillas de la cubierta para el bridge después de haber chocado el navío contra el iceberg. También he escuchado otras razones, como la de evitar la confusión electoral en 1983 y la de llevar adelante un programa definido buscando, en vez de coaliciones, concertaciones extragubernamentales. Todo ello es respetable y acaso cierto en teoría. Pero no es la primordial cuestión la de saber si el ejercicio del poder civil debe ser monocolor o coalicionado, sino la pregunta de si va a ser capaz la democracia. española de subsistir ante las amenazas vigentes. Nuestro sistema es joven y frágil, y todavía hay entre nosotros poderosos estamentos que no han asumido la democracia y o se alejan de ella por abstención, escepticismo o indiferencia o la repudian abiertamente por sentirse visceral mente totalitarios. Ante un panorama de esa naturaleza, la solidaridad activa y el entendimiento en profundidad de todas las fuerzas políticas del arco constitucional se presenta como, una necesidad histórica. O se llega a un pacto nacional en breve plazo para la defensa de la democracia y de la Constitución o los Gobiernos monocolores se irán deslizando poco a poco hacia «la democracia controlada», cuya última inspiración buscará sus raíces en el temor o en la coerción y acabará desembocando fatalmente en la involución política de la dictadura.

¡La dictadura! «No creemos en una preponderancia del factor militar en las funciones del Estado para lo porvenir. No sería ese predominio la doctrina liberal ni la conservadora. El militarismo supone una dictadura. La dictadura sale de los límites de la política parlamentaria y constitucional. Entre nosotros sería menos alta y menos generosa que en otras partes ... ». ¿Quién pronunció estas palabras? Don Antonio Cánovas del Castillo, hace más de cien años, cuando todavía no se había iniciado el proceso político de la Monarquía constitucional que duraría hasta 1923. El estadista conservador adivinó con su perspectiva aguileña dónde se hallaba uno de los factores que en España condicionaban la estabilidad o la precariedad de un régimen legal de libertades políticas. En estos momentos existe un deliberado confusionismo que hace uso de analogías históricas para justificar lo injustificable. Se habla del gaullismo y del general De Gaulle como ejemplo a imitar. Pero se olvida que el hombre de Estado francés evitó a su país, dos veces, la guerra civil, en 1944 y en 1958. Que restauró y consolidó en esas dos ocasiones la República democrática de las libertades civiles y que asumió la tarea de rehacer la conciencia dé las fuerzas armadas, llevándolas, del hundimiento militar de 1940, a la victoria de 1945, dentro del estricto respeto al ordenamiento legal soberano del poder civil. Eso fue, en esencia, la «fórmula De Gaulle», de la que ahora se reclaman con aparente ignorancia los que tratan de confundir a la opinión pública con ilustres ejemplos que demuestran precisamente lo contrario de lo que pretenden.

Hay que negociar inteligentemente la convivencia entre los españoles, pero dentro de las coordenadas legales existentes aprobadas por la mayoría electoral. Sacar al país de ellas por la vía de la fuerza equivaldría a sacarnos del contexto de Europa y del dispositivo ideológico del Occidente. Nuestro modelo de sociedad es el de las libertades civiles y el de las normas constitucionales que respetan el resultado de la voluntad popular. Ese es el soporte moral de los pueblos desarrollados para hacer frente, a la dialéctica de los sistemas cerrados del colectivismo. No está planteada la rivalidad mundial entre comunismo y fascismo, es decir, entre dos dictaduras, sino entre una sociedad abierta y un despotismo regimentado. Entre democracia y dictadura. Esa es la verdadera opción.

Vivir es convivir. Para entender un diálogo hay que interpretar en reciprocidad los dos monólogos que lo componen, escribía Ortega, un año después del advenimiento de la dictadura de Primo de Rivera. La dificultad del dialogar político está precisamente en esos lenguajes diferentes que emplean las distintas especies o grupos sociales que forman una nación. Cuando sus horizontes vitales se extienden en direcciones contrapuestas o el radio cósmico de su vocación tiene características limitadas y parciales, surgen la incomprensión y la insolidaridad. Muchas veces juzgamos mal al prójimo o al adversario por no entender acertadamente lo que nos trata de decir. Las fuerzas políticas del arco constitucional deben escuchar y dialogar con nuestras Fuerzas Armadas para conocer sus motivos de malestar o de discrepancia y defender juntos la convivencia, legal y democrática de nuestro pueblo. No dejemos que nadie se margine del empeño común. Hay que impedir que existan los guetos, reales o imaginarios, y que se encierren en sus torres de marfil los frustrados o doloridos «poseedores» de la verdad. En una democracia no hay una sola, sino muchas verdades parciales y unas reglas del comportamiento público de gobernantes y gobernados. Pero nadie manda porque tenga más fuerza que otro. Ni porque imponga el temor a los demás.

El patriotismo no es monopolio de nadie. Es el tesoro de los ciudadanos. La patria somos todos. Pero el suelo moral de la patria es la legalidad.

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