La inflación no es ninguna broma
FUENTES GUBERNAMENTALES han adelantado la pésima noticia (véale EL PAÍS, 7-3-1981) de que el índice de precios al consumo se ha elevado en enero de 1981 entre un 2,3 %y un 2,5%. Esa filtración oficiosa, todavía no confirmada por el Instituto Nacional de Estadística, constituye un jarro de agua fría Vertido sobre las confiadas expectativas de que la inflación estaba siendo eficazmente contenida en nuestro país.Quienes opinan que el asunto no es tan grave se apoyan en el dato consolador de que ese mismo índice se elevó un 2,8% en enero de 1980. Sin embargo, la coartada no es válida, ya que en ese mes se produjo un aumento del 17 % en los precios de las gasolinas y gasóleos y de un 25 % en el precio del butano. Tan sólo estos artículos ocuparon un punto del índice general, en tanto que, la elevación de los precios de los productos alimenticios, tras el mal año agrícola que fue 1979, tuvo una gran influencia en el 1,8 % restante.
En cambio, enero de 1981 no ha registrado incrementos en los productos energéticos. Por otra parte, 1980 fue un año agrícola excepcional. Lamentablemente, la política seguida desde el pasado verano por el Gobierno impidió utilizar la cosecha del siglo para presionar sobre él mercado y disciplinar los precios. Los organismos interventores del Ministerio de Agricultura siguieron el criterio de comprar las cosechas con los recursos del Banco de España. La consecuencia fue que las rentas agrícolas crecieron no sólo gracias a los aumentos de producción física, sino también por Obra de la generosidad con que el Ministerio de Agricultura manejó los dineros de los demás ciudadanos y contribuyentes. De añadidura, las regulaciones de campaña han propiciado alzas muy por encima de las referencias de mercado, a pesar de los excedentes de algunos productos, entre otros el aceite y el azúcar.
El resultado de esa política sectorial, que privilegió los intereses agrarios y perjudicó la coherencia de una estrategia global, ha sido que los precios de los productos alimenticios se elevaran durante la segunda mitad de 1980 a un ritmo más rápido que los productos no alimenticios, cuya menor velocidad de crecimiento fue erróneamente interpretada como augurio de calmas futuras. Sin embargo, las encuestas de previsiones empresariales del Ministerio de Industria sobre las expectativas de precios industriales mostraban ya una alarmante ascensión desde el comienzo del otoño. En enero de 1981 los empresarios dejaron de hacer previsiones y se dedicaron a confirmar en los hechos un alza espectacular en los precios de los productos intermedios. Para mayor desgracia, esas alzas, que constituyen la cobertura inflacionista de los nuevos convenios salariales, tardarán todavía en repercutir en los precios de consumo.
El alza del índice del coste de vida en enero de 1981 apunta hacia una tasa de inflación superior al 20% para el año en su conjunto. La obsesión por el paro, aunque sobradamente justificada, no debería difuminar o borrar, sin embargo, la preocupación por la inflación, cuyas consecuencias desestabilizadoras, aunque menos tangibles que las producidos por el desempleo generalizado, son igualmente peligrosas. Nadie debería olvidar que el ascenso del fascismo en Europa durante el período de entreguerras estuvo ligado a inflaciones galopantes y que muchas dictaduras militares en otras zonas del planeta se han impuesto en sociedades dislocadas por las tensiones inflacionistas.
La inflación acentúa poderosamente las desigualdades sociales y corona con el éxito no a los agentes económicos que trabajan de modo eficiente, sino a quienes se dedican a actividades especulativas o disfrutan de monopolios ocasionales. Entre la población ocupada, los sectores con cláusulas de revisiones salariales automáticas salen favorecidos frente a los empleados y a los trabajadores con menos capacidad negociadora. Los jubilados y los pensionistas, los hombres y mujeres de la tercera edad, son víctimas propiciatorias de la inflación, al igual que los rentistas más modestos. Los desempleados que reciben subsidio de paro ven reducida continuamente su capacidad adquisitiva, mientras los parados fuera de esa cobertura o losjóvenes que no han alcanzado el primer empleo ven doblado el problema de la desocupación con el alza de los precios, La inflación acrecienta las incertidumbres empresariales y socava las decisiones de realizar inversiones cuya rentabilidad no sea inmediata. El ahorro deja de ser virtud para convertirse en masoquismo. La eventual reducción de la cifra de parados lograda por la espiral inflacionista terminará siendo, a medio plazo, un espejismo, y el desempleo alcanzará cotas todavía más altas cuando una inflación galopante haga sentir sus devastadoras influencias. En suma, una sociedad que se instala en la inflación tal vez consiga aplazar momentáneamente, algunos de sus problemas, aun gangrenando otros, pero nunca podrá resolverlos. Y las consecuencias finales de esa dislocación serán desastrosas, no sólo en términos económicos y sociales, sino también en términos políticos.
El presidente del Gobierno, en la conferencia de Prensa del viernes, trató de distender la atmósfera y de tranquilizar los ánimos con la broma de que él Consejo de Ministros recién celebrado había sido hasta tal punto normal que habla aprobado una nueva subida de precios, la del teléfono. Aunque se puedan agradecer a Leopoldo Calvo Sotelo sus buenas intenciones y su humor, también hay que decir que el alza del índice de precios al consumo en enero de 1981 no es ninguna broma.
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