El pasado domingo,
tranquilo, lleno de voces alegres de niños, pensé en lo que el 23 de febrero podía haber significado: el retorno. El retorno a casa para las nueve, nunca más tarde. El retorno a la vida en familia, siempre en familia, obligatoriamente en familia. El retorno a no ampliar nuestro círculo familiar para incluir a los amigos, profesores, alumnos, colegas, compañeros de partido o de trabajo, porque a las nueve habría que retornar. Las tertulias, las reuniones, el compañerismo quedarían cortados. El retorno para las nueve y tos corrillos de cuatro vigilarían eso. Ni al cine, ni al teatro, ni a los conciertos o cafeterías acudiríamos. Habría que retornar para las nueve. Y una puesta del sol veraniego, contemplada desde el interior de un alma en paz no llegaría a dar sosiego a nuestra mente. Habría que retornar para las nueve. Entonces tendríamos muchas horas para escuchar nuestros discos o transistores, leer nuestros libros, practicar nuestros hobbies caseros después del retorno. En nuestros hogares carcelarios aprenderíamos a «culturizarnos». No habría otra elección. ¡Qué horror, ese retorno!/
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