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Tribuna
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El extraño caso del señor de Mondoñedo

Constituimos una sociedad secreta. Somos los cunqueirianos como los portadores de linterna de Stevenson -escena que él mismo refirió en este periódico a propósito del centenario de lord Dunsany-, aquellos niños que debajo del impermeable de esclavina llevaban una linterna de aceite encendido, y cuando dos de ellos se encontraban, para confirmar el reconocimiento, desabrochaban el impermeable y mostraban la pequeña llama azulada de la linterna y se daban las buenas noches sonriéndose.Nuestro gozoso ritual, una vez superado el trámite de las consignas secretas, consiste en recorrer con erudición antigua y entusiasmo renovado la también vasta geografía cunqueiriana -y el también va aquí puesto en honor de su colega Borges, naturalmente-, felices y contentos de que la estúpida conspiración del silencio a que antes y ahora se vio sometida su obra, permita este tipo de ocios. Silencio mundano y olvido académico de Cunqueiro que no lamentamos precisamente porque es garantía de ese cada día más difícil placer de la lectura demorada.Tampoco a Cunqueiro le importaron demasiado los escasos tratos de su literatura con el éxito y la actualidad. Ya se había acostumbrado a esa marginalidad narrativa en la que vivió la mayor parte de su vida. Me decía recientemente que lo importante no son los reconocimientos públicos, «que siempre huelen a funeral, sino los amigos privados».

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Su última carta la recibí un día de septiembre, y en ella me contaba los días finales de Rosalía de Castro en el pazo de A Matanza, cuando pedía que le abriesen la ventana de su alcoba para poder ver el mar al morir. Y escribía Cunqueiro: «No me quejo de mis enfermedades ni de esas injusticias literarias a las que usted se refiere. Lo que verdaderamente siento ahora es no estar en mi Mondoñedo (estaba en Vigo) para vagabundear por los caminos del otoño. Todavía allí los pinares y eucaliptales no han acabado con el viejo bosque de hojas caducas, de castañares, nogales, robles, y las tribus fluviales, álamos, chopos, pravias, sauces... Por el 8 de septiembre, Natividad de Nuestra Señora, dejaba de escucharse el ruiseñor, y ahora mismo traían a casa los membrillos, cuyo aroma es para mí el aroma perfecto del otoño. Muchas veces iba yo a cogerlos al árbol... De la vista voy mejor, y todo parece indicar que los malos días ya van quedando atrás». Ni Rosalía pudo ver el mar ni Cunqueiro vagabundear por los bosques de la rama dorada.

Clandestinidad literaria y marginación

Pero el que a Cunqueiro no le preocuparan demasiado los olvidos y los silencios, y a los cunqueirianos empedernidos esa clandestinidad narrativa nos resultara gozosa, casi conspiratoria, no justifica tan injustificable desmemoria social para con uno de los escritores y personajes más portentosos de nuestra cultura contemporánea. Que yo sepa, nunca la Academia de la Lengua Española manifestó especial interés por el poeta, fabulador, sabio, gastrónomo, vividor, fantástico y fantasioso vecino de Mondoñedo, a pesar de que pocos castellanos se le pueden equiparar en estos momentos y nunca la imaginación literaria voló tan alto en este país.

Cuando en 1959 le dieron el Premio de la Crítica por Las crónicas Sochantre, Néstor Luján dijo que de todas las obras que entraron en la consideración del jurado «era este libro el menos vendido, el más absolutamente desconocido, el que iba más a contracorriente de la moda narrativa del momento, tan social y espesa, tan respetable».

Ese fue el problema, con toda certeza. Lo que Alvaro Cunqueiro escribía y publicaba por entonces es justamente lo que desde hace una década celebramos como modas narrativas estruendosas. Es decir: la aventura, la gastronomía, la fantasía, el juego de los orígenes, la erudición tipo Borges, la naturaleza, el ocultismo, la celtitud, el barroquismo, los viajes... Esos temas que precisamente articulan el catálogo de «la rabiosa actualidad cultural», como bien sabemos los de la sociedad secreta, son esencial y espléndidamente cunqueirianos, y desde mucho antes que a este país llegaran las magias latinoamericanas, las traducciones francesas, las filosofías escépticas o las aventuras anglosajonas. Todo eso estaba ya en Cunqueiro de manera admirable, todavía insuperable, y por eso sorprende comprobar cómo su nombre rotundo e indiscutible es contumazmente escamoteado de esa lista de precursores de lo que los cursis del lugar llaman «discurso de la modernidad».

Fue Cunqueiro un negativo anticipado de lo actual, y por tal razón sus relaciones con la actualidad resultaron modélicamente extrañas. El silencio freudiano que ahora mismo practican impunemente sus hijos naturales no es más que la torpe contrafigura retórica de aquel olvido leninista en el que se vio envuelto por sus contemporáneos.

Lo cierto es que ni un hipotético revival de la obra cunqueiriana ni una injusticia todavía mayor lograrán desanimar a los numerarios de la minoritaria pero firme secreta secta de admiradores. Como dijo Néstor Luján, cofrade mayor de la misma, «lo que también nos une y fascina, al margen de la literatura, es ese Alvaro Cunqueiro «discreto y tierno, abacial de ademanes, alado en el escepticismo, contenido en la voz, dulce en la amistad, irónico y condescendiente ante la enemistad, un tanto brusco parlando en gallego, suave pronunciando el castellano, lírico departiendo en catalán, sorprendente descifrando el danés o arrebatado comprendiendo el bretón bretonante».

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