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"Tejero, mátalos!"

Ese era el grito con que unos pocos nostálgicos vergonzantes, según se ha sabido, coreaban alrededor de la plaza de Neptuno el acto tribal con el que unos antropoides pretendían imponerse al Parlamento y al Gobierno de un país civilizado del siglo XX.«¡Siéntesen, estesen quietos!», vociferaba aquel Idi Amin con bigotes y tricornio en la escena humillante y vergonzosa que la televisión ha inmortalizado.

Lo trágico y aleccionador es que ese paranoico «¡Tejero, mátalos!» no era ninguna novedad. «iQueipo, mátalos!», «¡Mola, mátalos! », «Franco, mátalos! » fueron alaridos triunfales en 1936, y con ellos se echó a la calle mucha gente. Y para responder a esos gritos también se echaron a la calle milicias y sindicatos, y España se hundió, en uno y otro lado, en un mar de sangre. Pero la verdad, con mayor vergüenza para el bando provocador, el llamado nacional, todo comenzó (precipitado, es cierto, por el asesinato de Calvo Sotelo, un jefe de la oposición en el Parlamento) con una actitud que ahora tiene aún eco espeluznante en ese «¡Tejero, mátalos! ».

¡Mátalos! es el grito salvaje que no ha dejado de resonar durante casi cuarenta años. Estalló en 1936, siguió resonando, a veces con sordina, en toda la represión que siguió a la guerra civil, y contra las guerrillas e infiltrados de los años finales de la guerra mundial; y todo a lo largo de los famosos «25 años de paz» de los cartelones del plebiscito, instrumentado con ejecuciones, y rematado con el juicio de Burgos y con los fusilamientos del último 1 de octubre del general Franco.

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Ya estamos hartos de los que gritan, o piensan, ¡Tejero, mátalos! Pues durante los casi cuarenta años había gente que creía que su vida, su tranquilidad y sus negocios, su paz para media España se basaba en que la otra media estuviera callada porque pesaba en el ambiente un ¡Franco, mátalos! Pues él había dicho: «Mi mano no temblará».

Para la instauración, al fin, de una vida civil, civilizada, hay que desfanatizar a los que creen que el remedio de algo está en un ¡mátalos! Y, mientras tanto, es absolutamente necesario que quienes piensan así queden apartados de todo aparato militar y policiaco. No se puede dejar a Tejeros que jueguen con armas ni que tengan intervención en fuerzas de seguridad donde se interroga a los detenidos quemándoles los pies.

Los que no somos jóvenes nos hemos acordado del 10 de agosto, preludio de una guerra civil. La noche del 23 tuvo sus semejanzas: un capitán. general. que en una provincia se echa a la calle (ahora con sospechoso aparato de cañones antiaéreos), mientras que los que salían en Madrid eran gente de menos graduación y con un plan que parece, en el fracaso, embarullado. Afortunadamente, esta vez sin muertos, sin tragedia -gracias a la admirable serenidad y sabiduría del Rey-, hemos podido ver mejor los aspectos caricaturescos de lo que, sin broma ninguna, preludiaba la puesta en marcha de un generalizado ¡Tejero, mátalos! La falta de respeto y educación de unos subalternos, la agresión a un militar digno e inteligente como el general Gutiérrez Mellado por los que han estado tragando hiel en los cuartos de banderas (y uno querría poder empezar a tener consideración para esos locales), la exhibición desmoralizadora de fuerza bruta, las palabras obscenas prodigadas con ese tradicional orgullo testicular que encocoraba a Unamuno cuando la primera dictadura, todo, con las patadas en las puertas, pudimos disfrutarlo en la larga noche en que estuvo en muy poco que el paranoico ¡Tejero, mátalos! se convirtiera otra vez, como en 1936, en programa de gobierno.

Hemos vivido un 10 de agosto en caricatura. Pero el esclarecimiento que el Estado se debe a sí mismo de la tragicómica aventura del 23 de febrero es obligado, para que se salve de nuevos pelioros. Esa aventura ha resultado la ejecución a gran orquesta de lo que planearon unos oficiales en la cafetería Galaxia. «No tuvo importancia, fue una completa tontería», dijeron entonces altos jefes. «Los pobrecitos no querían más que detener el proceso prostituyente», se atrevían a escribir los microcéfalos de El Alcázar.

Ahora habria que averiguar en nombre de quién, durante el suceso mismo, el general Armada entraba y salía a parlamentar con los salvajes que habían abierto a patadas las puertas del Congreso, humillándolos a todos hasta sentir vergüenza de ser compatriotas de ellos. No ha terminado, pues, con detener a Tejero y sus muchachos, el esclarecimiento del episodio. ¿Quién era el alto jefe que iba a dar órdenes desde la presidencia de la Cámara, no sabemos si dejando o no meterse las manos en los bolsillos a los diputados? Todos los conspiradores de la Galaxia de ahora tienen que dejar sus mandos y vivir en su casa como vivimos los ciudadanos normales, sin disponer de las Fuerzas Armadas. Hubiera sido bueno alejar definitivamente del Ejército a los que cuando lo de Galaxia dictaron benévolas sentencias, desacataron a autoridades superiores y siguieron dejando al teniente coronel Tejero al mando de tropas. No hacerlo ahora sería complicidad.

Yo quiero poder respetar a toda persona con uniforme, como he respetado y respeto personalmente a militares respetables, y como estimo a muchos, dignos de amistad, pero en las Fuerzas Armadas (y la televisión nos mostró, junto a Tejero, a un marino galáctico, para recordarnos que el problema es amplio) queda, sin duda, gente que nos impide el respeto pleno y sin desconfianzas ni reservas, un respeto que no guarde el recelo de si metido en el uniforme no está quien, para empezar a hacer su política, sueña con oír un ¡mátalos!

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