Crítica profana de"Viva la muerte"
A Valle-Inclán, el crítico le acusa de «copiar la estética de Melchor Almagro», de poseer un léxico «que no ofrece gran riqueza de vocablos», quizá «por la escasa variedad de los asuntos que trata»; afirma que desconoce «la puntuación», «el participio activo», «el imperfecto de subjuntivo». Asegura que imita la forma de Ega de Queiroz... «que, por cierto, traduce mal, cosa imperdonable en un escritor gallego ». En cuanto al fondo, nos informa de que Valle-Inclán imita a Barbey d'Aurevilly, a D'Annunzio, «etcétera», hasta el plagio. Sin embargo, magnánimo, ve una circunstancia atenuante en los plagios del autor de Divinas palabras, «según la moral del siglo XVII la víctima es un extranjero, y, así como despojar a los compatriotas es hurto, despojar a los extranjeros es conquista». ¿Quién es el crítico que denuncia semejante atropellos? Julio Casares, uno de los más prestigiosos especialistas españoles de semántica y lexicografía, amén de académico.Si cabe, es más picante lo que dice de Azorín (Crítica profana, Colección Austral): «No sabe escribir dos palabras sin intercalar una francesa ... », pero, en ocasiones, su admiración por lo francés «no es ya imitación, sino traducción, y mala, por cierto ». Le reprocha «su estilo asmático», «el empleo rudimentario y ocioso de pronombres'», «el menosprecio del buen gusto, del respeto de sí mismo y del que siempre se debe a los lectores», el «usar palabras sin saber lo que significan y guiándose tan sólo por el parecido exterior con otras conocidas». Yo creo que hasta la lectura de este libro de Casares no admiré como debía la firmeza de mis dos maestros.
En los años que precedieron a mi marcha a París, Buñuel y Picasso eran objeto de un ninguneo tesonero o de una crítica indomable. Guardo este recorte del periódico Madrid: «A los gabachos, Picasso puede epatar con sus garabatos, pero no a los españoles».
En 1957, mi primera obra de teatro (Los hombres del triciclo) fue representada en Madrid, en función única, en el teatro de cámara Dido. La crítica en general la juzgó con chispa: «Incongruente e ininteligible» (Pueblo); «de tendencia petardista» (Abc); «Ininteligible, vacía, inútil y fea, que son cuatro desgracias a cual mayores» (Arriba); «lo que Arrabal practica en el teatro es cosa caduca y vieja» (España). En cuanto a la originalidad del texto, hubo algunas discrepancias: «está calcado sobre los módulos de Beekett» (Informaciones); «tiene la notoria influencia de lonesco» (Madrid); «marcada influencia de Ghelderode, creador del teatro del invierno, y de Joyce» (España); «las influencias son de Tono, Mihura y Schehadé» (Abc). Pero el más experto aseguró: «Ha imitado al célebre autor moscovita Adamov (premio Stalin 1956), escritor de gran prestigio social y político en la URSS » (Alcázar). Mi técnica fue juzgada así: «Ramplona»; «inexistente»; «Ignorante de la carpintería teatral»; «puramente gratuita»; «el texto es un galimatías». No sorprende, pues, que el más constructivo terminara dando «un consejo al autor«: «Dedíquese a otra cosa».
Mi película Viva la muerte (mi primera) acaba de estrenarse en Madrid, mereciendo varios «ceros», entre ellos uno con el que me sanciona el eminente filósofo español y académico Julián Marías. La crítica, en general, señala que es un filme sin «la originalidad ni la novedad jaleada en su momento por la crítica internacional». Ya que es una «obra gratuita», «para épater», «con imágenes brutales», «sangrienta», «que produce náusea», «que explota el complejo de Edipo», «todo hecho con una decidida intención de ímpresionar». La película es, pues, «un escaparate de casquería», de «un feísmo voluntario», en la «que se usa y abusa de virados de color», en suma, «una película marrón». Hay un aspecto en el cual los críticos muestran su acabado conocimiento del quehacer cinematográfico: al condenar mi «técnica nula», mi «técnica pobre», «el oficio que no sabe dominar». No obstante, copio, plagio (en el mejor de los casos, tan sólo «imito») a Eisenstein, Solana, Pasolini, Goya, El Bosco, Tristán Tzara, Orson Welles, Brueghel, Valle-Inclán, Buñuel («aplica unos soportes que querrían parecerse a los del maestro de Calanda»), pero, incluso, «retoma elementos de su pieza teatral Baal Babylone». También la unanimidad se hace al denunciar «mi falta de rigor histórico», que me lleva a describir «el pintoresco fusilamiento de García Lorca», a «soldados árabes», o «un pueblecito español repleto de moros». Así se explica por qué Viva la muerte ha sido celebrada allende las fronteras»: porque filmo una «España de pandereta para extranjeros ignorantes». En definitiva, la razón de que describa una España de intolerancia y represión, que, al fin me entero, no existió en 1939: «es que es el pasaporte inevitable para el salto a Europa». ¡Así de sencillo!
Que se hayan inventado citas hostiles y silenciado o trastrocado las favorables no tiene la menor importancia. Lo que han demostrado de forma irrebatible los críticos españoles en general es que al aplaudir mi película Sartre y Moravia, C. Mauriae y Lelouch, el crítico de Le Monde y el del New York Times se confundían, como asimismo se equivocan los productores «extranjeros» que me piden que siga haciendo cine.
Por cierto, me gustaría encontrar una respuesta a la pregunta que tantos jóvenes españoles me hacen: «Pero ¿por qué no se viene a crear en España?».
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