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Tribuna:
Tribuna
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La vigencia de una generación

Al térnimo de mi conferencia Verdad y libertad en Gregorio Marañón, me preguntaba yo si una oportuna actualización de los ideales y las empresas de su generación -llámesela con una fecha o con otra: de 1913, año del significativo homenaje a Azorín, en los jardines de Aranjuez; de 1914, año de la conferencia Vieja y nueva política, de Ortega- no podría servir de torso, aquí y ahora, al sugestivo proyecto de vida en común que España tanto y por tan diversas razones todavía necesita. Mi pregunta ha suscitado en EL PAIS el deseo de una respuesta concreta, y muy concreta voy a darla; tanto, que será expuesta en una serie de breves puntos, como si de las conclusiones de una tesis doctoral se tratara.1. La generación española a que me refiero se halla integrada, entre otros, entre no pocos más, por los siguientes hombres: Ortega, Ors, Marañón, Pérez de Ayala, Américo Castro, Salvador de Madariaga, Azaña, el Angel Herrera anterior al franquismo, la primera promoción de los discípulos de Cajal (Achúcarro, Río-Hortega, Tello), Pi y Suñer, Pijoán, Carande, Castillejo, Jiménez de Asúa, Blas Cabrera, Rey Pastor, Hemando, Novoa Santos, Lafora, Goyanes... Una importantísima serie de pensadores, escritores, hombres de ciencia, juristas y médicos.

2. Respecto de lo generación inmediatamente anterior, la del 98, la nota básica de ésta consiste en la sustitución del ideal más bien sueño- del quijotismo por el ideal -más bien proyecto- del cervantismo. Dos hitos: las Meditaciones del Quijote, de Ortega (1914), y Hacia Cervantes, de Castro (1960).

Un cervantismo que no lleva consigo oposición al quijotismo, sino, como acabo de indicar, su conversión en proyecto, a través de una renovada visión del autor del Quijote. Sin el presupuesto de la crítica, el ensueño y la obra de la generación del 98, la empresa de esta otra no habría sido posible.

3. Empeño central y básico de este modo de entender el cervantismo fue la europeización de España. No era inédita la consigna, baste pensar en Costa; pero ahora cobra un cariz esencialmente nuevo, porque los que la proponen conocen de veras Europa, saben de veras lo que Europa es. Racionalidad, ciencia, libertad y convivencia civil habrían de ser las notas principales de nuestra europeización. La cual, por otra parte, en modo alguno excluía la conservación y la degustación de nuestras gracias populares -recuérdese lo que Antonia Mercé y Juan Belmonte fueron para muchos de estos hombres- y era el mejor camino para realizar, dentro de los límites y según los modos que Europa exigía, una «españolización de Europa», más viable que aquella que soñadora y desaforadamente había propuesto Unamuno.

Pensamiento racional

4. Hacer y educar -hacer pensamiento racional, ciencia, libertad y convivencia civil, educar para que estos bienes fuesen social y políticamente reales en España fueron, en consecuencia, los dos máximos recursos cotidianos con que esta generación trató de cumplir su destino colectivo. Tampoco era ciertamente nueva, recordemos a Feijoo, a las sociedades económicas de amigos del país, a Giner de los Ríos, la consigna de una educación racional de los españoles. Algo nuevo, sin embargo, comienza a este respecto entre 1905 y 1920: el nivel y el carácter verdaderamente europeos de la educación, la extensión de ésta a todos los niveles (paulatina reforma de la universidad, el instituto-escuela como planta piloto de la enseñanza media), la creación de instituciones educativas proyectadas hacia la acción social.

5. Evidente apertura ideológica -y, en algunos casos, también activa, cooperativa- a la ineludible exigencia de esa mejorjustícía social que está proclamando el socialismo de Pablo Iglesias; algunos de cuyos miembros, como Besteiro, Fernando de los Ríos, Jiménez de Asúa, Sanchís Banús, el propio Indalecio Prieto, tan de cerca tratan a los integrantes de la generación de que hablo.

Dígaseme si, al cabo de diez o doce lustros, no es éste -todavía- el fundamento del sugestivo proyecto de vida en común que los españoles seguimos necesitando. Un fundamento que, por supuesto, debe ser desarrollado y modulado en nuestro mundo, tan distinto del que en torno a los hombres de aquella generación había: la Europa actual y el actual Occidente no son la Europa y el Occidente de entonces; las vicisitudes de cincuenta años de nuestra historia -República, guerra civil, franquismo- no han pasado en vano, no han debido pasar en vano para los nuevos proyectistas de España; la parte de los movimientos obreros y de los partidos socialistas en nuestra sociedad y nuestra política, no es, y no debe ser tampoco, la misma; las aspiraciones autonómicas de varios fragmentos de España -tan inquietantes a veces para los que de veras queremos ver una y diversa a nuestra cultura- obligan a planteamientos políticos nuevos; la economía y su organización poseen hoy una importancia no sospechada cuando nuestros padres eran jóvenes; al imperativo de la educación es forzoso añadir, con no menos fuerza, el de una seria reforma de las estructuras económicas y administrativas... Tenido todo esto en cuenta, ¿no resultaría fecundo que los grupos directivos de nuestros principales partidos políticos dijesen cuál es su postura frente a la actitud reformadora de los hombres que, entre 1905 y 1920, se propusieron europeizar e hispanizar aquella vida española?

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