Del malo conocido al peor por conocer
Siempre se ha dicho que entre dos males hay que escoger el menos malo, y que en el arte de preferir a los hombres es más seguro el malo conocido que el bueno por conocer.Estados Unidos -al término de una campaña electoral que durante casi un año mantuvo al mundo con el último aliento- ha hecho dos veces lo contrario en una sola vez: eligió al peor desconocido.
Fue un cataclismo arrasador con muy pocos precedentes en la vida de ese país asombroso, cuyo inmenso poder creativo le ha servido para hacer muchas de las cosas más grandes de este siglo, y también algunas de las más abyectas, pero no le ha servido para escoger un presidente digno de su tamaño. Después de, su fracaso en playa Girón, hace. diecinueve años, el efímero John F. Kennedy dijo una frase hermosa: « La victoria tiene muchos padres, pero la derrota es huérfana». Se la atribuyó a un clásico griego que nunca quiso identificar, y hasta hoy nadie ha podido averiguar quién era. De modo que el presidente James Carter podría repetirla con igual derecho. Pues nada le hace tanta falta corno una frase histórica, ahora que su imagen parece destinada a ser la más patética de estos tiempos, difíciles: una estrella fugaz lanzada al mercado de la gloria con el poder de seducción de una nueva pasta dentífrica, y de la cual no quedará nada más que la mala memoria de estos cuatro años empedrados de buenas intenciones.
La elección de Ronald Reagan, sin embargo, no es lo más significativo de este desastre. Es apenas un símbolo. Lo esencial es la absoluta falta de misericordia con que los electores de todos los niveles y todos los colores han repudiado a los políticos mansos que durante más de veinte años trataban de palabras. Ninguno se, ha salvado. Cuatro gobernadores y siete senadores eternos de los más liberales fueron aniquilados, y entre éstos, dos de los más idealistas, los que siempre tuvimos como los abuelitos buenos de la América Latina: Georges McGovern, candidato demócrata en 1972 y senador sucesivo durante dieciocho años, y Frank Chureh, que durante veinticuatro años había luchado por establecer la buena imagen de su patria en el mundo. Pero hay algo más expresivo: el senador Jacob Javit, un republicano de Nueva York que se distinguió durante más de veinte años por su corazón liberal, ha sido desplazado por un reaccionario de su propio partido.
El mismo senador Edward Kennedy debe considerarse como un sobreviviente de esta espantosa carnicería política. Fue una votación pasional, cuya explicación parece ser que los electores no sólo votaron en favor de Reagan y en contra de Carter, sino contra varias generaciones de hombres de buena fe que predicaban una cosa, pero no lo hacían, o no querían, o no podían hacerlo en la vida real.
Esto no quiere decir, por supuesto, que los electores hayan acertado. También los pueblos se equivocan, y la historia de la humanidad está llena de ejemplos atroces. Como todos los países, y más los ricos que los pobres, Estados Unidos tiene instintos primitivos muy fáciles de despertar, es natural que éstos hayan favorecido al candidato más viejo que hubo jamás en la historia de su país, un antiguo pistolero de cine sin ningún defecto ni ninguna virtud que no estén pasados de moda, desde su ideología de las cavernas hasta el copete de vaselina. Otros debieron votar contra su propio deseo, por la rabia de los sueños contrariados y la nostalgia del tiempo perdido, y hasta por la esperanza siempre verde de que un simple cambio de nombres sea también un cambio a favor de los precios del mercado. Muchos latinos, negros y judíos sin corona abandonaron a Carter por desilusión. De modo que las razones del voto pueden ser muy diversas, y todas distintas del amor. Lo grave sería que, tratando de castigar al malo conocido, Estados Unidos se haya aventurado sin quererlo por el callejón sin salida de su desgracia.
Si es así, la América Latina no puede apagarlas luces para dormir. Durante la campaña electoral, ninguno de los candidatos se ocupó de ella como algo esencial en la vida de su país, y no mereció ni siquiera una triste mención honorífica en su duelo de bobos de la televisión. Roger Fontain, que es el consejero de Reagan para la América Latina y seguirá siéndolo sin duda durante su presidencia, no tuvo mucho que hacer en la campaña: en la plataforma electoral de ambos partidos apenas si nos tomaban en cuenta. No es raro. Henry Kissinger -que es uno de los dioses tutelares de Reagan- sólo le consagró a América Latina unas sesenta páginas, de las casi 1.600 que tienen los dos mamotretos de sus memorias.
A pesar de eso, para nadie es tan peligrosa esta mala elección como para América Latina. Durante su campana, Reagan demostró ser tan flexible como le convenga, y es seguro que seguirá siéndolo en la Presidencia. Tiene fama de ser más duro de palabra que de obra. Con absoluta seguridad no hará el papel de vaquero de la justicia contra los pieles rojas de la Unión Soviética, ni va a meter a su país en otro pantano de guerra como el de Vietnam. A fin de cuentas, es un republicano de los grandes y ya sabemos que a los presidentes republicanos se les ha ido la vida tratando de terminar las guerras que empezaron los presidentes demócratas.
Sin embargo, en alguna parte del mundo tiene que acreditar la imagen de gendarme sin corazón que le consiguió tantos votos, y en ninguna le resulta más fácil que en América Latina, este traspaso inmenso y solitario, por el cual nadie distinto de nosostros mismos está dispuesto a sacrificar la felicidad. Peor aún: Reagan no tendrá siquiera que hacer nada. Bastará su sola presencia en la Casa Blanca para que los gorilas militares y civiles se sientan tranquilos en su trono de sangre. Nuestro destino, aunque el propio Reagan no lo quiera, está escrito en la palma de su mano. Por fortuna, estas Américas desdichadas, incluido Estados Unidos, son mucho más grandes y más nobles que sus propios instintos primitivos. Si Ronald Reagan no lo sabe, hay que esperar que se lo enseñen a tiempo sus consejeros, antes de que la realidad -como lo hizo con el presidente Carter- termine por enseñárselo a golpes.
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