Wallis, la americana que quiso ser reina y casi lo fue
Hoy termina de emitir Televisión Española la serie de «Grandes relatos» Eduardo y la señora Simpson, una película de la televisión comercial británica que se refiere a un período especialmente conflictivo de la historia reciente del Reino Unido. La obra ha causado controversia por su interpretación de los hechos. En este artículo se analizan los fundamentos de esa polémica.
Henry James, prototipo del americano tranquilo en Londres, es quien crea por primera vez en la literatura un tipo de americano diferente con sólo operarle un cambio de sexo. Isabel Archer y Daisy Miller son, por supuesto, mujeres, pero, voilá la diference, ambas son americanas -y andariegas- Ya antes otro escritor americano contemporáneo, Mark Twain, había escrito sobre americanos en el extranjero como inocentes perdidos en ultramar.Twain llegó a escribir inclusive sobre un americano en ese extranjero imposible que es otra época histórica. Su Yanqui en la corte del rey Arturo viene de Connetticut, no lejos de Nueva York, pero en la novela virtualmente cae del cielo, como los ángeles.
Al igual que el yanqui de Connetticut, que llegó literalmente KO a una era heroica, los personajes de Henry James huyen del OK vulgar americano hacia esa forma contemporánea del pasado que es Europa para un americano, cualquier americano. El más típico de estos viajeros en esta máquina del tiempo, que era entonces un buque o vapor, es esa Isabel Archer del Retrato de una dama, que viene a Inglaterra con igual decisión que inocencia del mundo y es la heroína jamesiana por excelencia -bella y snob-, simple y audaz americana que quiere volverse'europea y termina por ser una víctima del viejo mundo: más sabe el continente por viejo que por culto.
Todo eso y más sería casi medio siglo más tarde Wallis Warfild Simpson -sólo que no era una inocente y nunca fue una víctima-. Todas las americanas que venían a Europa entonces querían ser princesas o virreinas. Wallis sólo quería ser reina y no sólo por un día. Casi lo fue por muchomás tiempo, y así esta snob suprema ingresó en la nobleza y en la realeza por poco. La señora Simpson terminó por ser duquesa de Windsor, premio de consolación y a la vez uno de los títulos nobiliarios más altos del reino de dos reyes británicos. Pero casi llega a ser lo que se propuso no más desembarcar en suelo inglés. Es decir, no fue una puritana al revés -de la Nueva Inglaterra a Plymouth-, sino una mujer con una causa: semperpro domo sua era la divisa de esta americana ya casada que se divorció para casarse con el rey de Inglaterra.
Sólo le impidió ser una real reina un documento invi;ible que no pudo leer: la Constitución no escrita del entonces imperio inglés. Pero de cierta manera Vallis Simpson fue la americana que se casó con un rey. Henry James mismo nunca lo habría imaginado. Nadie en Inglaterra lo habría imaginado, ni siquiera el disoluto Eduardo VII, amante de actrices y azafatas, abuelo de Eduardo VIII, el rey que rabió.
Pero la señora Simpson lo imaginó,y, lo que es más importante, también lo imaginó el rey, marido ahora de esa americana audaz a quien, debió ser rey sin corona primero, luego de venir duque a menos, y finalmente convertirse en un expatriado del reino para el que nació rey. En otra época, Wallis Simpson habría pagado su osadía de lesa majestad con su cabeza calculadora. En nuestro tiempo, amable con las mujeres, la duquesa de Windsor actual ha sido condenada sólo a ser en vida la heroína de una serie de televisión. Mark Twain (no habría creado a Wallis Simpson, pero habría creído en ella) habría declarado que una serie de televisión es ciertamente un castigo peor que la muerte.
Serie de la década
Eduardo y la señora Simpson es no sólo una serie de televisión: es la serie de la década inglesa y una de las mejores películas que se han hecho en Inglaterra. (Curiosamente, hecha por un director hindú). Poco importa que la mayor parte de esta película se haya grabado en cinta y no filmado. Es una película perfecta -actuación, decorados y fotografía forman un todo temporal-, aunque conlienza con una cancioncita (Baile con una muchacha que bailó con un muchacho que bailó con una muchacha que bailó con el príncipe de Gales) que le da un tono menor, pero que es decididamente satírico de la posible nostalgia años treinta que genere. Esta misma ditty hace recordar una de las obras maestras del teatro del siglo, La ronda, y al mismo tiempo denuncia amablemente al snob y a la ari- ibista. Eduardo y la señora Simpson no denuncia a nadie, sino por implicación, indirectamente, al contar este cuento de hadas al revés. No es el príncipe que encuentra a la pobre muchacha que le deja una falsa zapatilla de cristal mágico, sino es la muchacha que va a la caza del príncipe bien calzada. El término muchacha es un decir: la señora Simpson ya no era una muchacha ni tampoco era pobre, y la zapatilla de genuino charol se la calzó su propio marido.
Uno de los placeres de haber seguido esta serie estuvo en ver cómo a la fábula del rey que renunció a su trono y se casó por amor se le ha tejido un sayo hecho de una madeja de intrigas sociales, políticas y periodísticas. La entretejieron las amistades del príncipe y la alegre a divorciarse (para luego asustarse de lo lejos que fueron todos), también la urdieron los políticos amigos (del puritano primer ministro Stanley Baldwin al componedor Winston Churchili, movido éste tal vez por el recuerdo de su madre americana casada con un lord inglés, pero también con un ojo ávido hacia el premierato); finalmente, está ese tejedor de noticias, Lord Beaverbrook, americano (de Canadá), como la señora Simpson, un recién venido a Inglaterra que terminó titulado caballero y luego hecho barón y convertido en señor de empresa y de la Prensa. Lord Beaverbrook, naturalmente, defendía los deseos de la señora Simpson y la felicidad del hombre que conoció príncipe y ahora era rey.
Ironía histórica
A Stanley Baldwin, una de las más nobles figuras de la política inglesa de este siglo, le tocó jugar el papel de villano vulgar que echa a perderla fiesta de bodas.
Pero la ironía histórica está en que Lord Beaverbrook, con sus dilaciones del desenlace de la farsa que se volvió drama, no dejaba de tener razón. Había precedentes en la historia inglesa para permitir la boda del rey con una divorciada que era (punto importante) una extranjera, además. Después de todo, el Renacimiento inglés comenzó con el divorcio de un rey, y a su otro matrimonio le debemos la reina Isabel, el teatro isabelino y William Shakespeare, pero hay también ese catolicismo pasado por agua que es la Iglesia anglicana. Baldwin, árbitro decisivo de la abdicación de Eduardo VIII, no debió verse envuelto en lo que para él era, como en una tragedia escocesa, cuestión de faldas y una corona. Había llegado a primer ministro, cumbre de su carrera política, sólo el año anterior.
Pero todos los historiadores están de acuerdo en que Baldwin siguió el consenso no sólo real o de la nobleza, sino también del imperio y del pueblo inglés: todos querían a Eduardo, pero nadie quería a la señora Simpson.
Les producía vértigo real imaginar a una reina llamada Queen Wallis. Finalmente, el rey abdicó, fue titulado duque de Windsor (título que podía compartir con su esposa, pero nunca sería ella considerada realeza: la mortificación de la señora Simpson fue tal que Eduardo pensó renunciar también a este título) y abandonaron Inglaterra para vivir en el extranjero -y fueron felices mientras duró la felicidad, que es siempre menos larga que una novela de Henry James, aun para las heroínas de Henry James, esas americanas que viajan siempre a Europa, eternas reinas en busca de una corona.
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