Un intelectual en la historia y la política
En este año del medio siglo de la publicación de La rebelión de las masas no es necesario acentuar la significación transnacional de su autor. Porque es patente que aquel libro de 1930 se convirtió, a medida que era traducido a las principales lenguas del mundo, en uno de esos excepcionales textos cuya lectura constituye un suceso intelectual en las biografías individuales de incontables personas. Fue, así, La rebelión de las masas una resonante ratificación de lo que el mismo Ortega había afirmado en 1922: «Los intelectuales españoles han conquistado en la estimación de los demás pueblos un puesto para España que desde hace siglos no ocupaba». Y aunque en la historia intelectual de las últimas cuatro décadas ese puesto ha desaparecido, la reputación de Ortega se ha extendido considerablemente, al ser traducida gran parte de su obra al alemán y al inglés. En suma, Ortega es el único nombre español en las listas universitarias actuales de textos clásicos para el estudio del pensamiento moderno.No es tampoco necesario realzar el papel de Ortega en la historia intelectual y literaria de los demás países de lengua castellana: la Revista de Occidente (1923-1936) fue, en verdad, esperada mensualmente en muchos lugares de la América Latina como un indispensable estímulo para la propia actividad creadora de muchos lectores transatlánticos. Sin olvidar, por supuesto, que la acción intelectual de Ortega en la propia España elevó las miras literarias de muchos escritores españoles.
Pero, sobre todo, Ortega es inseparable de la historia entera de las tres décadas españolas 1906-1936: y, en esta precisa hora de España, sí debe subrayarse la entrega meditada de Ortega al que él estimaba imperativo político nacional. Entrega excepcional, sin apenas equivalente en los demás países de la Europa de su tiempo (exceptuado el italiano Benedetto Croce): porque no hay, entonces, una figura transpirenaica, de la importancia intelectual de Ortega, dedicada tan intensamente a tareas de orden político. De ahí que la observación suya de 1927 -«España es el único país donde los intelectuales se ocupan de política inmediata»- alude manifiestamente a sí mismo. Recordemos que los artículos políticos de Ortega (recogidos en los volúmenes X y XI de sus Obras completas) suman más de mil páginas: si a esos escritos se añaden otros textos de carácter político, anteriormente agrupados en dicha edición, se aproximan al millón de palabras, o sea una tercera parte de todos los escritos de Ortega. Dato estadístico muy revelador en sí mismo, pues muestra que el catedrático de Metafísica de la Universidad de Madrid (desde 1910) escribió un conjunto de textos políticos equiparable, en extensión, al total de sus trabajos filosóficos o al de sus ensayos generales. Dada la capacidad de Ortega para las tareas filosóficas, con un rigor profesional desconocido hasta entonces en España, ¿no cabría ver en sus escritos políticos un cuantioso sacrificio para la aspiración «trascendente» a que se refería en 1906? La respuesta a esa pregunta fue, sin embargo, dada por el propio Ortega en su ya legendaria formulación de 1914: «Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo".
El punto de partida de esa «salvación de la circunstancia» está en un artículo de la revista Faro (8 de marzo de 1908): «El pueblo español no existe políticamente, pues el número de intelectuales españoles es tan escaso que no puede formar una masa bastante para que se le llame pueblo». Esto es, los intelectuales españoles han de proponerse, como deber político, el ser verdaderos intelectuales europeos, haciendo así que España sea una comunidad humana verdadera. Y, así, en abril de 1980 escribe lapidariamente Ortega: «El alma es una guerra incesante contra la inercia». Añadiendo: «Lo que en el cuerpo podéis llamar ánima se llama en una sociedad cultura política» (Faro). Por supuesto, la expresión «cultura política» es empleada por Ortega en una acepción contraria a la actual de la ciencia política, derivada del léxico antropológico. Porque, para Ortega, «cultura política» es un concepto que podríamos llamar «dinámico», ya que determina una acción ideológica de los intelectuales sobre los demás ciudadanos. Pero, en España, desgraciadamente, «faltan por completo las ideas políticas». Carencia que, según Ortega se explica muy fácilmente por «la ausencia de las izquierdas en nuestra vida secular».
Ni tampoco los liberales oficiales del principio del siglo XX tenían, según Ortega, la idea nueva del liberalismo: «No es posible hoy otro liberalismo que el liberalismo socialista» (Faro, febrero de 1980). Y así, en septiembre de 1908, Ortega hablaba de Unamuno como una de las cabezas directoras de un posible partido nuevo, que llamaba el «partido liberal socialista» y que ofrecería a los jóvenes intelectuales una vía de acción política neta mente separada del Partido Liberal y casi paralela a la del Partido Socialista Obrero Español. No es ahora la ocasión de examinar las circunstancias que determinaron el famoso rompimiento de Ortega con Unamuno en 1909 y la disolución del proyectado Partido Liberal Socialista. De hecho, la Liga de Educación Política Española -fundada por Ortega, Azaña, Fernando de los Ríos, García Morente y media docena de amigos más- fue, en el otoño de 1913, la realización de aquel proyecto de 1908. Así, el manifiesto de mediados de octubre de 1913 indicaba que la nueva asociación marcharía «junto al socialismo sin graves discrepancias».
Ortega, fiel a sus ideas políticas de 1908, pide también al Partido Reformista que debe marcar tajantemente su distancia respecto al Partido Liberal. Y así se produce en 1915 un creciente alejamiento de Ortega, y algunos de sus amigos, de la línea política de los reformistas. Tras una reunión del consejo nacional del Partido Reformista, en el que figuraban Ortega y Azaña, éste anotó en su diario el 20 de marzo de 1915: «Ortega sostiene que la menor aproximación a Romanones nos desprestigia en la opinión pública y nos anula como fuerza política». Porque para Ortega, Romanones era la encarnación del «viejo partido asmático y caduco que ha extirpado de la conciencia pública casi todas las esperanzas» (semanario España, 15 de mayo de 1915). Imagen de Romanones que había ya expresado Ortega en un discurso del 14 de febrero de 1910 (en conmemoración de la Primera República), en compañía de Pablo Iglesias: «Ved a Romanones, la ardilla de este Gobierno, que representa la podre de la actual política, la podre del capitalismo» (El País, 15 de febrero de 1915). En contraste, claro está, con la figura de Pablo Iglesias, siempre exaltada por Ortega, que llama al político socialista «santo laico» y uno de los dos «europeos máximos de España»
Ortega no cejó, sin embargo, en su oposición a Romanones (jefe del Gobierno de fines de diciembre de 1915 a fines de abril de 1917) y al iniciarse la grave crisis de 1917 intensificó su actividad política, que culminó aquel verano en el artículo del 13 de julio, «El arco en ruinas», ruptura definitiva con el periódico de su familia (El Imparcial). Y en el otoño, tras las elecciones municipales que dieron la victoria a las izquierdas en Madrid y en Asturias, Ortega escribe un artículo entusiasta, dirigido a los jóvenes españoles: «No hagáis caso de quien os diga que el político tiene que ser un hombre que vea la vida como el conde de Romanones». Añadiendo: «Yo he hecho toda mi vida lo contrario que el conde». Mas las consecuencias han sido beneficiosas para Ortega: «El se ha equivocado en política y yo he acertado». Pocas semanas más tarde Inició su publicación El Sol.
Aunque ya en 1919 aparecen los temores de Ortega ante las crecientes divisiones de España en bandos extremos, violentamente opuestos. Así, el 26 de marzo de 1919 escribía en El Sol: «¿No habrá más que eso en el inmediato porvenir de España?», aludiendo a la opción entre revolución y represión. Añadiendo: «¿No se sabrá elegir un camino ancho y limpio?», camino que no sería, desde luego, el de las componendas de Melquíades Alvarez, otra vez deseoso de acceder al poder gubernamental. La actitud de Ortega es de nuevo tajante y agresiva: «No aceptamos comunidad alguna con los señoritos de la regencia que han falsificado durante quince años el liberalismo español». Se trataba, por tanto, de definir claramente el que Ortega llamaba «verdadero e integral liberalismo». Y con ese propósito escribió, en 1920, los primeros ensayos del libro de 1921,España invertebrada, alentado por el principio allí expuesto: «Las naciones se forman y viven de tener un programa para el mañana».
No llegó Ortega, sin embargo, a poder formular dicho programa español. Dos años más tarde, el pronunciamiento del general Primo de Rivera cerraba la monarquía parlamentaria ideada por Cánovas y empezaba un breve régimen autoritario, cuyas consecuencias están aún por estudiar. Una de ellas fue, indudablemente, el crear un vacío político -al eliminar a los partidos políticos tradicionales- que ocuparon los intelectuales, como observaba Ortega en la frase de 1927 citada anteriormente. Así, en noviembre de 1930, un artículo de Ortega, en El Sol («El error Berenguer»), tuvo resonancias sociales imprevisibles, pero decisivas, para el futuro político inmediato de España. No cabe decir, por supuesto, que la legendaria apelación de Ortega («Delenda es monarchia») derrocó a Alfonso XIII. Pero sí puede afirmarse que la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931 fue no sólo un cambio de régimen: fue, sobre todo, la culminación de un cuarto de siglo de incorporación intelectual española a la cultura europea contemporánea. De ahí que se hablara, entonces, de la Segunda República como una «república de profesores», aunque tal designación era, manifiestamente, una exagerada acentuación simbólica del papel político de los profesores universitarios en las nuevas instituciones estatales. No sería, sin embargo, una arbitrariedad histórica decir que la Segunda República (en la fase prebélica de 1931-1936) constituyó un estado de ánimo colectivo muy expresivo de las aspiraciones y designios de la generación de Ortega, la de los fundadores en 1913 de la Liga de Educación Política. Que las voces más universales de la cultura española de 1931 -las de Unamuno y Ortega- se oyeran en las Cortes Constituyentes era, en efecto, una muestra, particularmente reveladora, de la excepcionalidad histórica de la Segunda República española. Aunque en aquellas singulares Cortes estaban también los viejos zorros de la política española (Romanones, Melquíades Alvarez, Lerroux, Alcalá-Zamora) y los nuevos «jabalíes», usando el término de Ortega.
No puede negarse, por otra parte, que Ortega se sintió pronto ajeno a la dirección política e institucional de la Segunda República, cuya «rectificación » pidió con tono desafortunado y, desde luego, ineficaz. Pero es también innegable que la cultura de la Segunda República, entre 1931 y 1936, fue identificada -fuera de España- con la figura de Ortega, su aspiración y su esfuerzo de un cuarto de siglo por crear en su país un estilo de convivencia política congruente con el extraordinario florecimiento literario, artístico e intelectual de la España de las tres décadas 1906-1936. No era, desde luego, arbitraria o superficial esa identificación de Ortega con su España. Porque Ortega sabía, desde 1906, cuáles eran los riesgos de la política para sus aspiraciones de pervivencia en la historia de la cultura universal. Mas también sentía que lo que él «hubiera de ser tenía que serlo en España, en la circunstancia española» («Prólogo» a Obras, 1932). En esta hora de España, cuando tantas esperanzas colectivas pueden empezar a realizarse, es justo y alentador el tener presente el desprendimiento intelectual de un pensador que no quiso separar su destino del de su circunstancia histórica española.
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